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jueves, 4 de junio de 2020

 Historias de la Nueva Era: La madre de todas las guerras (Desconfinando la memoria)


Los Martín eran los dueños de la casa donde vivía Miguel Angel, cuya planta superior se reservaban. Vivian en Barcelona, y en verano, al acabar el curso escolar, aparcaban allí a sus tres hijos varones, a quienes hacían una visita el domingo para darles un duro con el que comprar su comida de la semana (básicamente un huevo diario para cada uno, pan y gaseosa, que complementaban con tomates, pimientos, almendras verdes y lo que pillasen de los huertos cercanos), hasta que ya en sus vacaciones, pasase toda la familia unos días allí, antes de ir al pueblo.

Los niños Martín eran (tal cual), Toñete, un par de años mayor que yo, Josemari, de mi edad y Carlechus, tres años más pequeño.

Ellos, más Miguel Ángel y su primo Paquito, formábamos “los caballeros de la cueva escondida”. Banda de la que Toñete, por ser el mayor, era el jefe.

La cueva que nos daba nombre estaba, más o menos, a media ladera del barranco de las aguas, y nuestras armas, como tales caballeros, eran unos arcos fabricados con las ramas de las ginestas, que lanzaban unas flechas de caña con la punta rodeada de hilo de cobre, para hacer contrapeso. Naturalmente, además, si éramos caballeros teníamos que tener caballos, y estos eran las cañas que robábamos de entre las que almacenaba, en uno de los bancales de nuestra calle, un anciano metido en carnes que, a falta de capacidad para perseguirnos y darnos nuestro merecido, se acordaba a gritos de toda nuestra familia, básicamente de nuestras madres y algo relacionado con los padres desconocidos.

Con este armamento y montados en “caballo-cañas”, patrullábamos nuestros dominios. Hasta que un día nos encontramos con que la cueva había sido tomada por otra banda de niños de la parte baja del barrio, que capitaneaba un tal Anguera.

Toñete, pese a ser nuestro jefe, consideró que él, al no ser un fijo del barrio, no tenía derecho a exigir nada, y decidió que yo era el más indicado para reclamar nuestra cueva, por lo menos esa era su justificación para que me rompiesen la cara en su nombre...

Cuando me vieron llegar a sus dominios, los otros se pusieron en guardia, deseosos de que hubiese bronca...

-Dile a tu Jefe que quiero hablar con él...

-Suelta tus armas y baja... -Dejé el arco y las flechas en el suelo, y dos de aquellos se pusieron a mi lado, empujándome por el estrecho sendero del barranco que bajaba hasta la cueva. Para acceder a ella, habían construido una pasarela de tablas, e incluso habían excavado escalones en la montaña...

-¿Qué quieres...? -Se plantó ante mí el Anguera, con aire chulesco, tratando de impresionarme.

-Esta cueva es nuestra y nos la tenéis que devolver...

-Pues ya no es vuestra, si la queréis recuperar la tendréis que conquistar y os advierto que nosotros tenemos arcos y ballestas de ganchillo, así que yo no lo intentaría... Vosotros no sois serios, subidos en vuestras cañitas... Si queréis podéis uniros a nosotros… pero aquí yo soy el Jefe y esta es mi banda.

Miguel Ángel nos traicionó y se fue con ellos...

-Eres un traidor... Vendido...

-Ellos se lo toman en serio... han arreglado la cueva y son una banda de verdad... no como la vuestra. Me han ayudado a hacerme una ballesta y me han regalado un montón de ganchillos de munición.

 

El verano ya estaba tocando a su fin. Los Martín ya habían vuelto a su casa de Barcelona a preparar el nuevo curso escolar, y en vista del éxito, habíamos disuelto nuestra banda por falta de Domicilio Social, cuando al final de la calle, se juntó un buen número de niños.

Paquito y yo jugábamos en la puerta de su casa, cuando “el judas” Miguel Ángel, vendido por un puñado de ganchillos, vino a buscarnos...

 -Va a haber pelea con una banda de Esplugas y dice el Anguera que si queréis venir a ayudarnos...

Eso era lo más natural del mundo, si alguien formaba una banda “armada”, solo tenía sentido para disputar batallas con otras bandas, no para tener soldaditos armados, a la espera de que un pardillo fuera a reclamarles el territorio robado.

En principio no teníamos mucho interés en entrar en una guerra que no era la nuestra, pero por curiosidad, y porque en el fondo nos halagaba que se hubiesen acordado de nosotros, bajamos a enterarnos que es lo que sucedía.

Los jefes de las bandas estaban pactando las condiciones de la batalla.

-La guerra será en “la casa de los tres pinos”. Ese será el castillo de los de Finestrellas, y “los Aguilas” intentareis conquistarlo...

-Vale... pero la batalla será hasta el final. A vida o muerte…

No había que ser muy espabilado para darse cuenta que la desigualdad era enorme. “Los angueras” con sus arcos y ballestas, que disparaban inofensivos ganchillos que se extraían de cortinas metálicas, mientras que “los águilas”, iban armados con tirachinas y cananas, formadas por botes de plástico abiertos por la mitad, sujetos a la cintura con cuerdas, donde guardaban las piedras que utilizaban de munición.

-¿Venís con nosotros o no...?

-Nosotros no somos de vuestra banda, así que es vuestro problema...-Sin poder apartar la mirada de aquellos bestias, a los que se iban a enfrentar.

Ya hacia un rato que se habían marchado a su guerra, cuando la madre de Miguel Ángel, salió a la puerta de su casa...

-¿Qué hacéis vosotros aquí...? ¿Por qué no os habéis marchado con ellos...?

-Es que nosotros no somos de esa banda...

-¿Pero sois de Finestrellas no...? Me parece que lo que pasa es que tenéis miedo... -Y diciendo esto se volvió a meter en su casa, dejándonos con la conciencia intranquila y la dignidad por los suelos...

-Oye... ¿Por qué no vamos a ver qué pasa?...

 

Caminábamos montaña arriba, arco al hombro, cuando vimos bajar a dos niños del barrio...

Eran los hermanos Magdaleno. El mayor, que era de mi edad, llevaba sujeto del brazo a su hermano, dos años menor, mientras con la otra mano le tapaba el ojo derecho con un pañuelo, bajo el que chorreaba abundante sangre...

-¿Que ha pasado...?

El otro apartó momentáneamente el pañuelo de la cara de su hermano, dejando al descubierto un ojo totalmente ensangrentado...

-Le han dado una pedrada a mi hermano... No subáis, no vale la pena. Nos han destrozado con los tirachinas... enseguida se nos acabaron los ganchillos y tirando las piedras a mano no alejábamos. Hay muchos heridos... Nos han hecho prisioneros y nos han quitado las armas... Mi madre me va a matar…

 

La madre no lo mató, naturalmente, pero fue una desgracia más para esa familia, que pocos meses antes había perdido al padre. El hombre se bajó del autobús en el que volvía de su trabajo, y al cruzar la carretera de Esplugas, un camión llegaba por su izquierda; esperó a que pasase y cuando ya pensaba que todo él lo había hecho, dio un paso al frente sin percatarse que la caja del vehículo era más larga de lo que parecía, y le golpeó en la cabeza fatalmente. Pasó unas pocas semanas en coma en el hospital, sin poder salir de él.

El Magdaleno pequeño perdió el ojo para siempre, en la batalla que, según la madre de mi amigo, defendía el honor del barrio, y ese mismo día, también dejó de existir “la banda del Anguera” y la cueva quedó abandonada. El invierno se llevó por delante toda la obra de ingeniería que habían fabricado en su entorno, cuyos restos acabaron siendo engullidos por la maleza del barranco; y el verano siguiente nosotros ya no estábamos en edad de jugar a soldaditos, ni ganas les quedaron a quienes aún lo estaban.




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