Hace tres semanas que Nessy no está con nosotros sino bajo
tierra, junto al jazmín de la casa de Finestrelles. Su deterioro físico, muy
notable, llegó a su punto culminante un viernes y en la mañana del domingo
apareció muerta tras el sillón del comedor. Los animales, supongo que igual que
las personas, en sus últimos momentos parecen buscar la protección de un rincón
para morir; Chasqui se metió bajo el porche de la casa de madera y tuve que desmontar algunas lamas del
machihembrado para poderlo sacar de allí una vez muerto.
Todos en la familia notamos el vacío que ha dejado, aun
cuando su muerte no dejó de ser un alivio por el sufrimiento que transmitía su
lamentable estado. La perra hacía varios meses que estaba prácticamente sorda y
ciega, los pocos sonidos que percibía no lograban sino confundirla en la
dirección de su procedencia, levantaba al máximo sus orejas quedando más
patente su delgadez, y en algunos casos iba rápidamente a la cocina moviendo la
cola esperanzada.
La verdad es que no sé qué decir. Para los que nunca han
tenido un perro e incluso para aquellos que lo hemos tenido, cuando otra
persona te habla del dramatismo de la pérdida de su mascota, suenan hasta
ridículas las palabras de dolor, pensamientos demagógicos que nos retrotraen a
las miserias humanas, niños muriendo de hambre, frío y/o calor, sin saber lo
que es una familia; víctimas de un cordón umbilical que los depositó en el
tercer mundo o en las cloacas del primero y nosotros ridículos plañideros por
la muerte de un animal. Yo sé que no parece justo, pero ese ser de cuatro patas
ha vivido más de diez años con nosotros, formando parte de la familia, porque
igual que esta ha debido soportar los avatares, cambios de residencia y
costumbres, aunque eso sí, nunca la hemos dejado dar su opinión.
Nessy ha crecido con los niños, luego los ha soportado
adolescentes y ya al final, en el inicio de la adultez. Está en nuestras
fotografías de cumpleaños, fines de año y centenares de fotogramas del día a
día; como coprotagonista o infiltrada. Nosotros le dábamos de comer y beber y
ella creía tener la obligación de protegernos, con sus preferencias y fobias;
odiaba sobre todas las cosas a Gabi, el vecino, le gruñía e incluso le lanzaba
algún amago de mordisco a las zapatillas. Los perros tienen un instinto del que
carecemos las personas.
Después de vivir el ochenta por ciento de su tiempo en la
montaña, realizando sus necesidades a su aire, no tardó ni un día en
acostumbrarse a su nueva vida en el piso de Esplugues, y cuando la sacábamos al
“pipi-can” corría desesperada hasta llegar a él para aliviarse. En la montaña
era feliz y se revolcaba entre la hierba, pero también lo fue en su nueva vida,
se revolcaba por la grama del torrente e incluso se metía en sus aguas, porque
en realidad a ella lo que la hacía sentirse feliz era el vivir entre nosotros.
Quizás algún día sea capaz de reflexionar y escribir sobre
ella, sus lotes con el osito de peluche, sobre el que manifestaba más amor del
que se pueda imaginar y cuya desaparición coincidió (¿casualidad?) con su
declive. Puede que rememore sus lastimeros aullidos cantarines que acompañaban
el sonido de flautas o similares, pero ahora aun soy incapaz. Solo sé que
cuando llego a casa siento el vacío de estar rodeado por objetos inanimados,
que el primero que llega sabe que no habrá nadie esperándolo moviendo el rabo
de contento, y que yo he perdido una amiga/enemiga que me sacaba a pasear por
las noches.