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miércoles, 4 de julio de 2018

De los de aquí

Doce del mediodía, junto a la terraza de l'Avenç de Esplugas, pasa una señora con un lazo amarillo en la solapa, de repente otra "señora", con un vaso en la mano conteniendo cualquier cosa menos agua, se pone a vocear mientras acosa a los paseantes, desafiándolos y gritando ¡viva España! ¡Antes España que catalanes! ¡Esto es España... España!, escupe más que grita. La gente la mira entre sorprendidos y un tanto asustados por su actitud, al menos verbalmente, bastante agresiva.

Esplugues es un pueblo donde siempre ha ganado las elecciones el PSC, incluso habiendo destituido al primer alcalde del postfranquismo, mi tocayo Pérez, de origen granadino, por corrupto, después de varios años en la poltrona. Esta población, sin la fuerza de las del Baix Llobregat por su escasa industria, forma parte de lo que en los años setenta y ochenta se conoció como “el cinturón rojo de Barcelona”, compartiendo espacio y calles con los barrios más humildes de L'Hospitalet, pero que también, alentados por los mandatos socialistas, especialistas en la especulación, promovieron otros barrios donde se asientan las élites económicas, como varios futbolistas, entre otros.

Esplugues, con el apellido de “Llobregat” pese a que el río ni se acerca a sus límites geográficos, está hermanado con un pueblo alemán de pronunciación imposible, y con Macael, una población almeriense. Los barrios de Can Vidalet y Pubilla Casas fueron durante años una pequeña Andalucía, las calles olían a pestiños y frituras, en la barra de los bares se exponían los vasos de caracolillos blancos que bañaban en vino fino o a granel, mientras ponían banda sonora a la vida de las gentes con coplas y fandangos.

Con los años, los hijos de aquellos inmigrantes que habían traído su cultura entre las mudas, dentro de una vieja maleta de cartón atada con cuerdas, progresaron y fueron a asentar sus vidas a otros "barrios mejores". No olvidaron la cultura de sus padres, ni los sonidos de su infancia, ni los pueblos a donde, cuando la economía y los ahorros de una vida austera lo permitían, los llevaban sus padres en verano para fortalecer lazos con su familia de allí y no olvidasen ni sus raíces, ni de dónde venían. Aquellos hijos siguen celebrando las fiestas de sus mayores, aunque sea reuniéndose en algún parque de la ciudad, el día de Andalucía, el Rocío, ... pero también hablan habitualmente catalán, aunque muchos de ellos tengan que hacer una traducción simultánea en su cerebro, por su idioma materno y porque cuando eran chicos no se estudiaba ni hablaba catalán en los colegios. Celebran las fiestas de sus ancestros, pero también forman parte de los Castellers de Esplugues, bailan sardanas, y lo mismo enarbolan una senyera que la verdiblanca, cuando toca.

La convivencia siempre ha sido eso, convivencia. Todos han respetado las costumbres (cultura) de los demás, a nadie se le pidió el carné ni su afiliación, tanto para apuntarse a compartir un gazpacho como engullir platos de mongetes amb butifarra en las fiestas de San Mateo, patrón de la ciudad. Tampoco para formar parte de la Penya Barcelonista o la Madridista, que también la hay, e incluso otros socios del Barça en aquel rincón del gol sur, con gradas de pies, donde alguien había escrito en el muro “Grada Barza” y que, cuando jugaban contra el Betis, Córdoba o cualquier otro equipo andaluz, salían igual de contentos fuese cual fuese el resultado.

Esplugues no creo que sea diferente a ningún otro lugar de Catalunya. Aquí también hay radicales de uno u otro lado, de hecho, tenemos a esta señora que avergüenza a quienes se sienten españoles y radicales que lo hacen a quienes se sienten solo catalanes, porque una comunidad debe tener de todo, pero sin embargo son una minoría, y las minorías, contrariamente a lo que se nos intenta hacer creer, nunca son silenciosas. El resto, la mayoría que no me cabe duda, si somos los silenciosos, soportamos como podemos las presiones para intentar convencernos de que nos llevemos mal, que esa “señora”, que insulta a quienes no se sienten españoles o no tan españoles como ella, o no como se debería sentir un español de su España, está reprimida por los catalanes, que le queman su casa si cuelga una rojigualda, y no le permiten gritar que ella es española. Los otros también nos quieren convencer que los españoles nos roban, porque ese mensaje les va mejor a sus intereses que decir que “el gobierno nos roba”, que hay que callar que mucho de lo que nos roba es porque quienes mandaron aquí durante decenios, en lugar de intentar que nos robasen menos, lo que buscaban era que los dejasen a ellos robar en paz, mientras se aseguraban la inmunidad, porque “Si vas segant la branca d’un arbre, al final cau una branca i tots els nius que hi ha, fins que cau l’arbre sencer”. Nos quieren enfrentados porque esa es su mejor garantía de existencia, ya que sin esa condición no tendrían razón de ser.

Catalunya siempre respetó la cultura de las gentes que vinieron a ganarse el pan. Ni esto era un erial de gentes con taparrabos que vinieron a civilizar y enriquecer los de fuera, con las maletas llenas de oro y baratijas, ni a quienes vinieron les regalaron nada ni sacaron de la miseria gratuitamente. Llegaron para trabajar y muchos de ellos se dejaron la vida en ello, muchos, la mayoría, se labraron un porvenir para ellos y sus hijos y otros, los menos, tuvieron que volverse con el rabo entre las piernas por inadaptados.

Los catalanes respetaron la cultura de estos inmigrantes mientras tenían dificultades para expresar la suya, y debieron soportar que unos pocos les exigiesen que “hablasen en cristiano”, igual que otros soportamos que nuestro vecino catalán nos llamase “gitanos”, porque para él, todos los andaluces éramos gitanos. Eso sí, siempre un escalón de consideración por encima de los murcianos.

Dicen que en Catalunya hay un enfrentamiento civil y los que vivimos aquí sabemos que no es verdad, pero el mensaje ha calado fácil y rápido fuera, porque es cierto que existe una catalanofobia latente, que estaba deseando tener una mínima excusa para soltar aquello de “te lo dije”. Desconozco cuál es el origen y los motivos, aunque no me cabe duda que, en unos y otros, el sentimiento común es que “somos mejores que ellos”. Algunos descubrimos en la mili que no éramos catalanes (se supone que todos éramos catalanes por vivir en Catalunya, sin importar nuestra cuna), sino “polacos”, y no con un sentido gracioso sino absolutamente despectivo. Es curioso que con los años uno se da cuenta que los catalanes no han desarrollado ningún término despectivo para definir al resto de españoles.

Lo más triste de todo esto es que, a fuerza de intentar convencernos que las reivindicaciones de quienes quieren ser como se sienten han roto las familias, lo han conseguido. Pero no a las de aquí, sino a la relación con aquellos familiares “del pueblo”, tíos, primos y demás familia, con los que deseábamos reencontrarnos para abrazarlos y decirles que los echábamos de menos. Aquellos primos con los que jugábamos a canicas en la terriza Alameda, que recopilábamos “moscas de caballo” en el cortijo para echárselas a las niñas, compartimos los primeros cigarrillos que se vendían sueltos en las casetas, o intentamos comernos alguna rosca en los chiringuitos playeros de las noches de agosto, hoy en día tienen sus redes sociales llenas de banderas españolas, alientan a quienes vinieron a meter en vereda y aporrear catalanes,  uniéndose al grito de “a por ellos” y fomentan boicots a nuestros productos. Olvidan, o no, que “los ellos” también son su familia y nosotros no podemos olvidar que “ellos”, somos nosotros y nuestros hijos.

En estos tiempos, para algunos es difícil tener sentimientos de pertenencia, en realidad casi son más claros los de “no pertenencia”. Sé que no pertenezco a esa España que proclama esa señora, pero también sé que no pertenezco a esa Catalunya que proclama el president Torra. Nunca he considerado que nadie pueda sentirse orgulloso de haber nacido en un lugar determinado, con el único mérito de haber asomado la cabeza donde su madre (con sufrimiento), abrió las piernas y con ellas la puerta a este mundo, en todo caso podrá sentirse afortunado de haberlo hecho aquí y no en el tercer mundo. Por tanto, tampoco estoy orgulloso de mi calle, ni mi barrio, ni de mi pueblo (con todos ellos he tenido o tengo desavenencias por cuestiones que no vienen al caso), aunque hoy si me debería sentir confortado con mis conciudadanos, ya que han alojado en Esplugues a cincuenta inmigrantes del barco Open Arms, y de momento, no han salido descerebrados con su “primero los de aquí”, la frase más racista y excluyente que podríamos escuchar jamás, por qué ¿Quiénes son los de aquí, dónde y qué es aquí, según toda la marejada sentimental que ha vomitado hoy mi cerebro?


martes, 26 de junio de 2018

LAS HOGUERAS DE SAN JUAN

De toda la vida ha existido una gran rivalidad entre los barrios de La Merced y Finestrelles separados tan solo por la montañeta de "los depósitos del agua". Cualquier excusa era suficiente para resolver la cuestión a pedradas e incluso la mayoría de las veces no eran necesarias ni las excusas. En asuntos de piedras no había color y el porcentaje de descalabrados se podría cuantificar en 100 a 1 a nuestro favor, probablemente porque sus calles estaban civilizadamente asfaltadas y las nuestras rústicamente terrizas con excedentes de munición para poder practicar. Para nuestra desgracia el colegio donde íbamos a parar la mayoría de los finestrellenses cuando acabábamos el preescolar, estaba en su barrio y las salidas de clase en los atardeceres luminosos una vez acabado el invierno, se convertían en una especie de salida de las 24 horas de Le Mans, ladera arriba, para intentar alcanzar la loma de los depósitos antes que los rivales. Ellos para no dejarnos llegar a nuestro barrio y nosotros para acosarlos desde las alturas.

El barrio de La Merced fue una creación franquista del ministerio de la vivienda que inauguró el ministro del ramo de por entonces José Solís, conocido como "la sonrisa del Régimen" y que, entre otras, tuvo a bien "negociar" la entrega del Sahara Español a Marruecos en los días de la "marcha verde".
Para los niños nuestro barrio era el mejor, nuestra fiesta mayor mejor, nuestras hogueras de San Juan las más grandes...
En esta verbena de San Juan prendieron fuego a la ladera del barrio de La Merced, no voy a detallar el hilarante espectáculo ofrecido por bomberos y policías en su intento de llegar al incendio a través de nuestro barrio, coches y camiones que entraban en una calle, volvían a salir, aparecían por otro lado... por no hablar del coche de los mossos y camión de bomberos que ante nuestro asombro y entre la negrura nocturna, aparecieron de no se sabe dónde ni cómo por el camino de las aguas abajo, desde Sant Pere Mártir. Bueno. al final y media hora más tarde de comenzado el show, lograron alcanzar el objetivo.
Así que, al día siguiente, los Finestrellenses, que no íbamos a ser menos que nuestros odiados vecinos, prendimos fuego a nuestra ladera de este lado de los depósitos... "¿quemáis vuestra ladera?... Pues nosotros la nuestra... y así toda una vida...Si vale no ha sido esto, pero habría sido una buena historia.
Estás fotos (tomadas a unos trescientos metros), son del incendio lado Finestrelles del día 24. Y por cierto, los bomberos pese a su experiencia del día anterior, siguen sin enterarse

sábado, 31 de marzo de 2018

Nuestro mundo


Nos cuentan que los niños, cuando nacen, lo hacen con una barra de pan bajo el brazo. Luego la vida nos enseña que eso es otra patraña como la de la cigüeña o los reyes magos y Papa Noel; que los niños no vienen con una barra de pan sino que vienen pidiendo el pan que los padres ganarán con el sudor de su frente; que la cigüeña es el resultado de unos dolores insufribles de parto y que, en un acto de idiotez supina, los padres se dejan la paga de navidad en regalos para que los meritos se los lleven tres presuntos delincuentes con sus camellos, que encima representan a la realeza, o un abuelo que se cuela en las casas por las chimeneas.

La auténtica verdad, es que los niños y niñas vienen con un paquete debajo del brazo que lo forman otros seres como ellos. Son los abuelos, padres, hermanos, tíos, sobrinos… y toda esa carga genética en la que también están incluidos los posibles descendientes propios.  Los “irremediables” podríamos llamarlos, aunque su nombre menos sospechoso es, “la familia”.

A la familia la puedes amar, odiar, ignorar… pero no hay ley humana ni divina que te permita divorciarte de ella. Entendiendo como significado de divorcio, la disolución o separación de ese “vinculo familiar” genético, no el artificial del matrimonio.

Luego, a lo largo del camino de nuestra vida, se van o vamos uniéndonos a otros seres, esos sí, ya en su mayoría elegidos por nosotros.  Se generan con ellos o por culpa de ellos, otros vínculos artificiales o políticos, también temporales. 

 

Todo esto, solo es para decir que, si me hubiesen dado la oportunidad de elegir a mis “irremediables”, sin duda hubiese elegido esta familia y hablo en concreto de mis/nuestros más cercanos.

La vida nos deparó una desgracia que desgarró nuestros corazones, acortó o suprimió la niñez de alguno, y la pubertad de otras, cambiando nuestras vidas y dejándonos marcados para siempre. Rafi pasó de niña a mujer de la noche a la mañana, le cambiaron los cacharritos de cocina de juguete por los de verdad, y las tareas del colegio por las de ama de casa. Sin duda fue quien más sufrió las consecuencias. Mari era la que trabajaba y continuó trabajando porque había que seguir aportando, y yo, pues como era el pequeño, se volcaron conmigo y seguro que me malcriaron y mimaron más de lo que sería conveniente.

Las dos frases que recuerdo haber escuchado más en boca de nuestro padre en aquellos primeros meses negros, eran, “estaba en la flor de la vida” (que yo entonces no entendía, pues los niños no tienen conciencia de la longevidad de los adultos), y “las desgracias nunca vienen solas”, que creo daba igual el nivel de desgracia, porque era aplicable a cualquier contratiempo.  Por entonces, no eran extraños los ataques de ansiedad de Rafi y los paseos “pasillo adelante, pasillo atrás” del brazo de papá, tal y como había hecho con nuestra madre la noche que falleció, ya que al parecer, creía que esos paseos servían para calmar a la persona enferma. Tampoco lo eran de extrañar los desmayos de Mari, que de repente perdía los colores y el conocimiento. Recuerdo la primera vez que le sucedió, sentada junto a una vecina en un pobre sofá de tela de rafia a cuadros, del comedor. Fue un gran susto, pero en los días siguientes, a fuerza de habituales, perdieron su dramatismo. Todo eso se fue como llegó, sin avisar.

Por mi parte, todos aquellos sobresaltos me afectaron al estómago, y cuando no era el tomate, era el huevo, pero daba igual, porque se trataba de un tema de nervios con una solución rápida. Era llegarme el aroma de la manzanilla desde la cocina y sentir como se me giraba el estomago hasta vaciarse por completo.

Y la vida continuó.

Aquel mundo que compartimos, también estaba lleno de olores.

El olor de la manzanilla.

El del pozo ciego del patio que, sempiternamente lleno, vaciaba sus aguas, día y noche, en el huerto del viejísimo Jiménez. Todo un personaje, enjuto y reseco, que llegaba a ese pequeño terreno, entre la cuadra y nuestra casa, la cabeza y parte del cuerpo cubierto con un saco de rafia o un raído sombrero de paja, azada al hombro, y soltando incomprensibles improperios.

El olor acido y nauseabundo del orín de los conejos que chorreaba pegajoso bajo las gavias, que tenía mi padre en el huerto de arriba.

El de la mierda de las gallinas, bien nutridas de las lombrices y otros bichos asquerosos que engullían escarbando en esas “aguas negras”, que vertía el pozo. 

El nauseabundo de la carne y plumas mojadas de las gallinas, que mi madre metía en agua hirviendo para desplumarlas más fácilmente. 

El del zotal, que se expandía por suelos y paredes de las terrazas, contra pulgas, garrapatas, chinches y cualesquiera otros parásitos.

El olor del Varón Dandy de mi padre.

El del aguarrás de las pinturas de los muñecos de goma, que mi padre pintaba en una mesita en el comedor, cuando no, buscando la fresca en una sombra del “terrao” durante el estío.

El olor pegajoso del petróleo del hornillo de cocinar, en los años de uso, y cuando en verano, mi madre trasladaba la cocina bajo las hojas de la gran mata de cidra, en el cobertizo de arriba.

El olor a tierra mojada tras la lluvia.

El del picón, cuando las mujeres se encargaban de encender los braseros a las puertas de sus casas, en los anocheceres invernales.  

El perfume de la montaña cuando florecían las ginestas.

El de la resina adherida a las piñas de los pinos piñoneros.

El del jabón Lagarto.

El del jabón verde.

El olor del “champú de brea” y el “champú de huevo”, que se compraban en pequeñas bolsitas trasparentes con forma de rombo.

El olor del señor Ramón, mezcla de pocilga y humanidad, cuando se acercaba a uno a él.

El olor a carne muerta y sangre reseca de su mujer, la señora Pepita, con su sempiterno delantal de la carnecería que regentaba en el mercado de Sarriá.

 

El mundo que compartimos, también eran esas noches de invierno, llenos de sabañones y bolsas de agua hirviendo.

Crías de conejo congeladas que, milagrosamente, devolvíamos a la vida calentándolos en trapos sobre esas mismas bolsas de agua caliente que usábamos para la cama.

El mundo que compartimos, también eran esas noches de prácticas de conducción de mi padre, con el R-8, envueltos en mantas, y autopista hasta Molins de Rei, donde se acababa en una curva de scalextric, y nos enviaba de vuelta a casa. “Si me pasa algo, tu tira del freno de mano hacia arriba” le decía él a la acompañante, y en el salpicadero un pequeño portafotos de cuero marrón, con las fotos de los tres, y un mensaje, “no corras papá”.

El mundo que compartimos eran las ollas de cabello de ángel de las cidras de “el terrao”. También eran los cacitos de café con migas de pan y azúcar revueltos al fuego, y eran las láminas de cristal del azúcar fundido y extendido en el mármol de la cocina. Chucherías de gente humilde.

 

El mundo que compartimos también eran sonidos.

Era el sonido del viento golpeando los ventanales de la casa, los objetos rodando por el “terrao”, y el ulular cuando se colaba entre las rendijas de las ventanas.

Ese mundo compartido, también tenía su banda sonora, en el sonido de la radio:

“El gran Show de las dos”

“De España para los españoles”, inmigrantes que piden sin cesar la “España cañí”, “el Emigrante”, “Madrecita del alma querida” … padres que desde Alemania, Francia o Suiza lloran a sus esposas e hijos, hijas que van a hacer la primera comunión sin ellos…

Esposas que deben ser comprensivas con sus maridos que les pegan, beben más de la cuenta o tienen amantes, es lo que le aconseja todas las tardes-noches Elena Francis, a las oyentes que le escriben esperando sus recomendaciones: “Mi querida amiga flor desesperada, tienes que ser comprensiva, darle mucho amor y verás como poco a poco irá olvidando sus devaneos y valorará lo que tiene en casa…”

Los domingos por la mañana, en un barreño y en la radio a coro “…Málaga Virgen en su copa, Málaga Virgen el sabor de la amistad…”, era “El Gran Musical”.

“Ustedes son formidables”

“Matilde, Perico y Periquín”

“Lo toma o lo deja”

“Pepe Iglesias, el zorro” … yo soy el zorro, zorrito, para grandes y pequeñitos…

“el Ángelus”

“Tambor” y “Cucarachín Multa Gorda” … multa gorda, multa gorda, multa gordísima…

 

El mundo que compartimos también eran esas noches de tormenta en que nuestro padre nos metía a todos en su habitación. Destellos de luz que se colaban entre las rendijas de la persiana de la ventana, preludio del retumbar de las paredes, a veces interminable, mientras temíamos que la casa se desplomase sobre nuestras cabezas en cualquier momento.

Buscar cerraja para los conejos, saco al hombro y escardillo en la mano.

Culebras en el camino al colegio del barrio de La Merced.

Las hermanas “Esteve Reeves” de Finestrellas, en tiempos en los que las relaciones entre los niños y niñas solían ser bastante tormentosas,

Las interminables peleas a pedrada limpia, con sus correspondientes descalabrados, entre los niños del barrio de La Merced y los de Finestrelles, cuando cada tarde, al salir de la escuela de su barrio, trataban de impedirnos que llegásemos al nuestro...

 

Eugenia y Rafael formaron una familia y no quiero ni voy a enjuiciar como fue su vida ni su relación, supongo que tuvieron de todo un poco, penas y alegrías, sonrisas y lagrimas. Si algo me ha enseñado la vida, es que la felicidad como nos la venden no existe, la felicidad, como la salud, es algo que solo reconocemos cuando no la tenemos o perdemos. Es decir, cuando estamos enfermos es cuando sabemos lo que es no estarlo, y cuando somos desgraciados, podemos apreciar que hubo unos momentos en que podríamos decir que fuimos felices, porque no nos sentíamos desgraciados. Cuando pasa el tiempo solemos valorar en positivo épocas concretas de nuestra vida, porque el ser humano, afortunadamente, suele apartar los momentos tristes en un rincón de la memoria, y solo los recuperamos cuando abrimos la puerta de esa habitación para rememorarlos expresamente.

Es más, mucha gente dice “yo tuve una infancia feliz” ¿seguro que siempre fuiste feliz en tu infancia? “bueno, hubo momentos de todo, pero en general…”  Pues eso, es que la felicidad son simplemente momentos, quien espere algo más, está condenado a sufrir que, como escribió en sus poemas Tagore, “las lagrimas por el sol perdido no te permitirán ver la luz de las estrellas”, y lo transcribo así, tal y como alguien que me precedió, escribió en el interior de la puerta de la taquilla que me asignaron cuando, en abril de 1.977, entré en el campamento de Vitoria a cumplir el servicio militar.

Nuestra familia, nosotros, quedamos marcados por el fallecimiento de nuestra madre muy pronto, sicológicamente y en la vida de cada uno. Lo que cada una cambió en su vida, excepto yo.

El mundo que compartimos, siendo el mismo, pero viviéndolo cada uno de forma particular, no es diferente al de los demás, pero es nuestro mundo. El mundo físico es muy grande, pero el nuestro, el de cada uno, es muy pequeño, y en él cabemos solo quienes tenemos que estar.