Hace un rato, ya entrada la madrugada, he bajado a la Nessy
al parque. En el torrente-balsa amamantado artificialmente, ya han crecido los
lirios amarillos y entre ellos, como altavoces de sonido ambiente de un parque
temático, un coro de ranas y sapos ponían voz a la noche. Sonidos guturales de
muy diferentes tonos e intensidad que me han hecho pensar en la frase “cantan
como un charco de ranas”. He imaginado la garganta dilatada de un gran sapo de
ojos saltones y de repente he pensado en mi abuelo materno…
A Curro Jiménez “el rano”, al que apodaban así sus paisanos
por lo bien que cantaba el “chacarrá” (cante y baile propio de Tarifa), no lo
llegué a conocer, ya que falleció algunas decenas de años antes de nacer yo. Fue
zapatero y murió cuando aún no había cumplido los cincuenta años. Su imagen se
limita a una desgastada fotografía en color sepia, puesta junto a otras, tras
un pequeño recipiente de aceite sobre el que flotaban unas “mariposas” (mechas)
encendidas, tantas como familiares ya fallecidos recordados por mi familia en
la noche de difuntos.
He pensado que, seguro que nunca imaginó que el hijo de una de
sus hijas, aun niñas cuando falleció, se iba a acordar de él en una noche de
madrugada, casi un siglo después y a más de mil kilómetros de distancia de las
tierras en las que vivió.
Los sapos y las ranas cantan llamándose al apareamiento,
ellas seguro que tampoco conocieron a las que cantaban en algún lugar similar
hace casi un centenar de años, pero sí que saben que deben engendrar otros
seres a los que transmitir su mensaje genético, el de la vida eterna. El mismo
que ha hecho que yo haya resucitado a mi abuelo, aunque solo fuera durante unos
instantes, al acordarme de él.