"Mientras recorro las playas que no conozco,
mientras escucho los lamentos, las voces de los hombres y
mujeres náufragos,
mientras aspiro las brisas impalpables que me asedian,
mientras el océano -tan misterioso- se aproxima a mi cada vez
más,
yo no soy sino un insignificante madero abandonado por la
resaca,
un puñado de arena y hojas muertas,
y me confundo con las arenas y con los restos del
naufragio."
(Fragmento de "Con el reflujo del océano de la
vida" de Walt Whitman)
El 1 de noviembre de 1.988 apareció en la playa de Los Lances
de Tarifa, el cadáver del que se considera la primera víctima de la inmigración
en el estrecho. El cronista del Diario de Cádiz cuenta que ese día había
amanecido gris y brumoso, con fuerte viento de levante, los pescadores no
habían salido al mar y el pueblo seguía durmiendo al ser un día festivo. El
capitán de la Guardia Civil le llamó a las 7,30 de la mañana para decirle que
había aparecido un "fiambre" en la playa.
"Era un hombre joven, magrebí. El cuerpo estaba tumbado
bocarriba sobre la arena, con los brazos extendidos. A pocos metros de él,
varada, una barca de madera de unos seis metros de eslora. Una patera".
El periodista fotografió la escena y aquella imagen,
publicada al día siguiente en el Diario de Cádiz, dio tiempo después, la vuelta
al mundo. En un principio pensaron que se trataba de un traficante de hachís,
muy habitual en la época, pero minutos después les avisaron que habían detenido
a cinco marroquís deambulando por la carretera de Tarifa, y le pidieron que
como hablaba francés, les hiciese de intérprete.
Los supervivientes contaron que no eran traficantes de
hachís, sino que pretendían llegar a España para buscarse la vida. Pagaron
35.000 pesetas para subir a la patera. Salieron de Tánger a medianoche y en
mitad de la travesía les sorprendió un fuerte temporal de levante. Cuando se
acercaron a la playa de Tarifa, guiados por las luces de la gasolinera, creían
que podrían desembarcar haciendo pie, pero tuvieron un mal cálculo. Entre los
intentos de agarrarse a la barca, el zarandeo, y que no sabían nadar, la barca
terminó cayendo de lado y solo se salvaron cinco. Habían salido 23 de Tánger.
Ese mismo día la Cruz Roja recogió tres cadáveres del agua y
en los días siguientes, el mar devolvió otros nueve a las costas de Tarifa y
uno más en la playa de Ceuta.
Fue el comienzo de la tragedia del Estrecho. Imágenes
impactantes a las que por repetitivas se va acostumbrando el ser humano, y al
menos nosotros, no fuimos realmente conscientes hasta que sin esperarlo nos
dimos de bruces con la realidad.
Era el año 1.999 y no íbamos a Tarifa precisamente desde
agosto de ese año 1.988. Nos instalamos en el camping de Valdevaqueros que ese
año sufría de una auténtica plaga de grillos. No sé si alguien habrá tenido la
experiencia de que se le metan un par de grillos en una tienda de camping, pero
las consecuencias son fáciles de imaginar. Curiosamente coincidimos en una
tregua de las que suele dar el levante para que te confíes o darse más
importancia cuando regresa, por lo que decidimos ir a la playa de Valdevaqueros
a disfrutar de la tarde y darnos un baño. Estando allí nos sorprendimos por
bañistas, que venían caminando por la orilla desde los primeros espigones de la
Punta Paloma, y que parecían escapados de cualquier tribu subsahariana,
totalmente cubiertos de barro seco que se limpiaban en el mar cuando llegaban a
nuestra altura. Nos informamos de que allí había unas rocas que machacándolas y
mezclándolas con el agua de mar, hacían una pasta con la que te recubrías el
cuerpo y que, una vez seca, cuando te la lavabas te dejaba la piel como si te
hubieses hecho un "peeling". Así que para allí nos dirigimos.
Después de aquel espigón decidimos continuar más allá, y allí
nos encontramos directamente con un espectáculo aterrador. Decenas de pateras
en cada pequeña ensenada a la que llegábamos. La mayoría más o menos
destrozadas por los choques contra las rocas de la costa, enterradas,
semienterradas, alguna balanceándose aún por las olas. Una costa que precisamente
en esa parte está sembrada de trampas que la hacen casi inaccesible para poder
llegar desde el mar. Rocas que están ahí y no se ven, otras puntiagudas, muros
casi infranqueables, aguas profundas. No era difícil imaginar el horror de las
personas hacinadas en esos botes, siendo lanzadas por el oleaje contra esa
trampa mortal. Y no solo eran las pateras, sino restos de goma desperdigados
por todas partes, de las balsas neumáticas en las que también intentaban llegar
a lo que suponían "la tierra prometida", pero que para (según datos
oficiales) más de 8.000 seres humanos, se convirtió en su Ítaca.
A partir de ese 1 de noviembre de 1.988 han llegado por
miles, pero sobre todo en aquel primer decenio. Quienes lo vivieron en primera
persona cuentan que era bastante habitual ir andando por la playa y encontrarte
cadáveres que había devuelto el mar. Primero habilitaron una escuela para
acoger a los que salvaron su vida, pero quienes querían colaborar carecían de
cualquier tipo de ayuda y tenían hasta que comprar ellos mismos la ropa en los
mercadillos para poder vestirlos. Probablemente el Gobierno no quiso poner
facilidades para evitar el llamado "efecto llamada", o lo más seguro,
porque la ayuda humanitaria no forma parte del decálogo de quienes nos gobiernan,
como se está demostrando ahora con los refugiados sirios.
El flujo esos años fue tan importante, que la población de
Tarifa también estaba dividida entre quienes acogían y escondían a los
refugiados, y quienes los denunciaban a la Guardia Civil.
En el cortijo de mis tíos Salvador y Juana las cosas también
habían cambiado mucho. Tenían luz eléctrica, agua corriente, una cocina
amueblada y de gas butano e incluso televisión. Nada de eso pudo disfrutar mi
tía. Tantos años iluminándose con un candil, cocinando con carbón (y en los
mejores tiempos con un camping gas con el que también se iluminaban), teniendo
que ir a acarrear agua con el cubo hasta el pozo, a varias decenas de metros de
la casa, y falleció hacía un par de años, después de pasar los últimos cinco en
una silla de ruedas por una embolia, justo cuando iba a llegar hasta allí la
civilización.
El tío Salvador, ya sin su mula de una oreja, dependía de
alguno de sus hijos que vivían en el pueblo para que lo llevasen al cortijo,
pero vi en su mirada que no estaban por la labor. Intentaban convencerlo de que
se fuese alejando de él, que ya era hora de descansar, pero para él, el cortijo
era y había sido su vida, y preguntaba en voz alta que, qué iba a hacer él en
Tarifa. La excusa para ir es que allí tenían aun un caballo, al que por cierto
el ejército había señalado como un semental a su disposición.
Estando en el cortijo le comenté a mi primo Rafael lo
traumatizado que me había quedado con las pateras, y contrariamente a lo que
suponía, me dijo que los camperos estaban hartos de "los espaldas
mojás" (era la primera vez que oía esa definición que luego me he enterado
que se aplica a los que entran ilegalmente en Estados Unidos), que muchos de
ellos se habían comprado escopetas de caza para espantarlos porque, por las
noches, llegaban como bandadas y se llevaban las gallinas y todo lo que podían
de los huertos. Dijo que algunos eran muy violentos, amenazaban y se
enfrentaban a la gente de los cortijos.
En ese momento sentí mucha pena porque mi primo (que es un
pedazo de pan), pensase de esa manera, pero la verdad es que era muy fácil
juzgar desde mi posición de turista temporal, y más sin tener en cuenta lo que
era una "invasión" de miles de personas. Como me dijo en un momento
dado "¿tú no zabeh el mieo que pazé yo una noche que me zalió deenmedio de
los arbole un negro que me zacaba una cuarta, que zolo ze le distinguían lo
ojoh mirandome mu fijo?"-Estaría él más asustado que tu"...
"-calla, calla... que toavia ze me ponen los peloh de punta".
En Tarifa algo más si estaba cambiando. Ya no existían los
"almacenes Villanueva" (una especie de chino de los cincuenta, de esa
familia que habían sido de los más influyentes de la población). En la Calzada
continuaba el café Central (coto de los altos mandos militares y sus familias
durante la posguerra), el bar Morilla y la confitería Bernal que, como reza en
la fachada, data de 1.910; donde mi madre, con ocho años de edad, estuvo
"sirviendo" para la dueña Mariquita Bernal. El conocimiento de la
marca TARIFA, si que ejerció un poder de atracción para los curiosos y los que
deseaban aparentar una vida informal, pero dentro de un orden. Por lo tanto, aparecieron algunas tascas y bastantes tiendas de ropa para los
"tardo-hippies del siglo XX".
En el Castillo de Guzmán el Bueno, les recordé a la familia lo que decía mi
padre que contaban los tarifeños para explicar la construcción del puerto:
"un día decidieron ponerse a buscar el cuchillo que la leyenda dice que
Guzmán les tiró a los moros para que matasen a su hijo, y empezaron a excavar
junto al castillo. Llevaban varios metros de profundidad sin resultado y
decidieron desistir, entonces alguien dijo "¿y ahora que vamos a hacer con
el agujero?" -porque no estaban por la labor de volver a rellenarlo-
"¿Y por qué no hacemos un puerto?", y así fue.