Cuentan que a finales de los setenta un joven aparcó su
furgoneta junto a la playa de La Peña, una prolongación de Los Lances, sacó una
gran tabla, le montó una vela y se echó al mar. En el círculo de los historiadores
"locos del viento de Tarifa", se refieren a él como "el surfista
desconocido", a modo del "soldado desconocido" que todos
conocemos.
Tras este pionero vinieron otros más. Llegaron de todas
partes del mundo, eran jóvenes que querían vivir en la naturaleza y en
libertad; les bastaba el mar, su vela y el viento, y de esto a Tarifa le
sobraba. Para sostener esta forma de vida, ellos mismos crearon talleres para
la construcción de las tablas, nacieron los negocios de ropa y toda clase de
artículos relacionados con su deporte y, sobre todo crearon la marca TARIFA que
llegó a ser reconocida en todo el mundo.
Finalmente parecía que el viento de Levante,
"culpable" de la falta del desarrollo turístico de la ciudad como
continuidad de la conocida Costa del Sol, iba a devolverle lo que siempre le
negó. Pero no. Incluso alguno de aquellos primeros surfistas que finalmente se
integraron en la población cuentan que a menudo, las vacas y los burros en la
playa, pisoteaban sus velas mientras las preparaban o tenían que salir huyendo
de ellas.
Lo que se estaba produciendo en Tarifa, más que encuentro,
era un choque entre dos mundos que no tenían nada que ver el uno con el otro.
Dos mundos que parecía imposible fusionar. Los "guiris" o
"chalaos esos de las velas", no tenían ningún interés en mezclarse
con la población, vivían en sus furgonetas o vetustas auto caravanas en la
ensenada de Valdevaqueros o Bolonia, e incluso los negocios los habían
instalado en las afueras de la ciudad. En realidad, en esos años lo único que
les interesaba de los tarifeños era "robarles" el viento.
En los setenta mis tíos Curro y Francisca dejaron el cortijo,
la casa del pueblo, y se fueron a vivir a Algeciras. Mi tía dijo que era porque
él, con los pies completamente deformados por los "juanetes", no
podía casi andar, y algo de eso había, pero la realidad es que ella nunca
soportó la vida en el campo, por lo que la mayor parte del tiempo la pasaba en
Tarifa junto a sus hijos, mis primos, a quienes también procuró inculcar la
idea de que aquello no era vida y debían procurar los medios para escapar de
allí. Tampoco podía soportar (y no se recataba en reconocerlo), el olor de su
marido a “campo” (las vacas del campo, para ser más exactos). En Algeciras, mi
tío Curro, empleado como guarda nocturno en un concesionario de coches, olía a
"Varon Dandy" en lugar de "a vaca", cierto, pero no podía soportar la vida en la ciudad y apenas
tres años después falleció; creo yo que "de pena". Cuando me enteré
lo imaginé encerrado en sus noches de trabajo, los ojos cerrados
"viendo" aquel increíble cielo nocturno del valle del cortijo,
poblado por millones de estrellas como yo no he visto jamás en ningún otro
lugar, y que había dejado a cambio del olor a gasolina del taller del
concesionario en lugar del dulce aroma del heno, del estiércol del establo, las
gavillas secas del trigo; y lo insoportable que le tuvo que resultar.
A primeros de los ochenta, el tío Salvador, sempiterna gorra
y la colilla del cigarrillo colgando del labio inferior; había pasado a ser algo
pintoresco con su mula de una oreja (la otra se la arrancó una vaca de un
mordisco cuando era pequeña), llegando a Tarifa o yendo al cortijo. En realidad, era como si con ella quisiera desafiar al presente, y es muy probable que fuese
el último campero en llevar su mula a una ciudad que parecía renegar cada vez
más de su pasado.
Al cortijo se llegaba por el mismo camino pedregoso y casi
imposible de siempre, y en sus tierras buscaron, y encontraron, otro pozo que
parecía podía sustituir al que se había secado. Por entonces ya habían dejado
de sembrar las tierras. Mis primos conforme fueron creciendo ya solo se
llegaban por allí en vacaciones, pues se buscaron la vida fuera del cortijo, y
hasta del pueblo, por lo que la actividad se reducía al huerto, unas pocas
gallinas, tres o cuatro cabras y las vacas suizas que, poco a poco, había que
ir sustituyendo por las rubias para carne o deshacerse definitivamente de
ellas.
En la década de los ochenta hasta casi los noventa, las
únicas señales de cambio que observábamos en las cortas vacaciones al pueblo,
eran que las calles parecían estar mucho más vacías, que los viejos se
continuaban reuniendo sentados a la sombra de los muros de la Puerta de Jerez y
que, los jóvenes mayormente, habían emigrado para buscarse la vida en otros
lares. Mis tíos ya no tenían quien les ayudase en el cortijo, así que se
deshicieron definitivamente del ganado; mantuvieron el huerto y un par de
caballos que eran más bien un capricho de mis primos mayores, para dar un paseo
de vez en cuando o llevarlos a la "cabalgata de la Virgen de la Luz"
en la feria.
En el "regajo" los hijos de mi primo Salvador
enseñaron a Rocío a coger ranas, tal y como su padre hizo conmigo veinticinco
años antes. Pero ya nada era igual.
El final de la década de los ochenta si que acabó de colocar
a Tarifa, para su desgracia, en el primer plano de este país… pero esa también
es otra historia.
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