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martes, 31 de marzo de 2020

Historias de la Nueva Era: El contrato de trabajo

Dicen que estos días la gente aprovecha para hacer las cosas que no puede por falta de tiempo o voluntad en su vida habitual. Que se comparte más tiempo (todo) con la familia de casa. Algunos leen esos libros que quizá abrieron muchas veces y tras descansar un par de días sobre la mesita de noche, volvieron a la estantería de “los libros olvidados”, que llamaba Zafón; otros aprovechan para remover el baúl de los recuerdos, donde aparecen decenas, cientos o cuantas sean, fotografías y por fin se deciden a hacer algo con ellas, ordenarlas y buscarles un lugar físico, donde sacarlas a la vida. Quienes tenían deseos artísticos por la pintura, y compraron en alguna oferta de supermercado o atrapados por el atractivo de un escaparate, aquella caja de oleos, temperas o acuarelas, y unos cuantos pinceles, por fin pueden dar rienda a su ilusión. También quienes tenían inquietudes musicales, escritores… e incluso los que sienten el placer de ver volar a una mosca sin verla, simplemente estando con ellos mismos.

 

Cuando firmamos un contrato de trabajo, plasmamos un acuerdo por el cual una persona (el trabajador), vende su tiempo (que incluye intelecto y esfuerzo físico), durante un periodo convenido, y a cambio, recibe un dinero. Dicho de otra manera, ponemos precio a unas horas de nuestra vida y se las vendemos a otro (el empresario). También los autónomos ponen precio a parte del tiempo de su vida (que también incluye intelecto y esfuerzo físico) y se la venden a otros (los clientes).

Sucede que esto no se cumple porque, en realidad, nos educan para vivir en el hormiguero, en una sociedad con el mismo carácter que rige a la de las hormigas y trabajar de sol a sol. No nos engañan, ya de pequeños nos domesticaban con fábulas como “la cigarra y la hormiga”, e incluso los especialistas no se recatan al admitir que, las fabulas, están hechas para entretener y “educar” a los niños.

La idea es que el trabajador reciba ese dinero, no por una parte de su vida, sino por la mayor parte, cuando no por toda ella, y así ese sistema esclavista fue enmascarado en un atractivo paquete, envuelto en papel de regalo y bonito lazo, al que dieron a llamar “liberalismo”. Para ello cuentan con otros trabajadores, que son quienes controlan a sus compañeros, afean su escasa o nula dedicación altruista hacia la empresa y hacen de cómplices empresariales con el uso y abuso de las redes sociales, a las que está subordinado el trabajador las veinticuatro horas del día. Todo esto se consigue sometiendo a los trabajadores a un esfuerzo límite, físico y psíquico, conocido como “carga mental”, para que, incluso en las horas de nuestra vida que no hemos vendido, el cerebro siga trabajando para el presunto comprador. Y es que, aunque naturalmente eso no se exprese, el comprador también se cree con derecho a incluir en la compra nuestra salud.

 

Dicen que estos días la gente aprovecha para hacer las cosas que no puede por falta de tiempo o voluntad, porque no nos quieren decir que estos días la gente aprovecha para “hacer su vida”.

Nos dicen esto, pero sobretodo nos cuentan que el futuro va a ser muy duro, que muchas personas se quedarán en el paro, que por muchas moratorias que les pongan a las deudas, tienen un futuro pleno de nubarrones. Bastantes perderán sus viviendas de las que se creían propietarios, y bastantes serán expulsados de sus pisos de alquiler. Que muchas empresas, sobre todo las pequeñas y muchos autónomos, se verán obligados a cerrar… y por la noche cerramos los ojos con el miedo por la salud de los nuestros, pero también por el futuro que nos espera, sobre todo a nuestros hijos, y por eso alguno nos descubrimos de madrugada prácticamente aterrorizados.

En realidad, lo que nos están diciendo es que esto, lo que estamos viviendo ahora a nivel personal, es una pausa, un accidente, y que la vida no es así; que la única forma de sobrevivir es la de antes, la de siempre, la de mirar lacónicamente el libro en la estantería y la pintura y los pinceles en algún cajón, por si algún día…

Esto efectivamente nos afectará a todos, probablemente habrá menos reinas a quienes engordar, pero las hormigas tendremos que seguir arrastrando el grano, porque para nosotros siempre hay un invierno en el futuro.


miércoles, 25 de marzo de 2020

Historias de la Nueva Era: El Capitán Aposteriori

Salí a la terraza del comedor que, por esas cosas tan poco artificiales de los orígenes, mis padres decidieron llamar “el terraillo”, quizá para diferenciarla por el tamaño de las del resto de la casa, y que muchas décadas después así se quedó, pero que solo le choca la palabra a uno cuando la individualiza, la saca de su contexto cotidiano y se para a pensar en la misma. Se quedó con ese andalucismo, como que yo me quedé con “el nene”, supongo que, para diferenciarme en su momento, también por el tamaño, y también en el contexto cotidiano-familiar. El nene de sesenta y cuatro años…

Decía que, salí a la terraza para embelesarme en una nueva puesta de sol primaveral pues, como ya dije una vez, no solo no hay dos puestas de sol iguales, sino que cada una de ellas encierra una multitud, cambiando a cada instante según va variando la luz.

La temperatura también ha cambiado, la brisa que siempre acompaña a la despedida del sol era muy fría, y me vino a la cabeza (como evitarlo), que en algún medio y algún científico (o eso se dicen), especulaban con que la pandemia esta, disminuiría conforme ascendiesen las temperaturas. Pues si hay alguien manejando el termostato de la máquina del aire acondicionado del país, no parece estar por la labor.

Pero claro, el llevar esta vida que padecemos en estos momentos, tiene la cosa esta de que al cerebro le da tiempo hasta para liberarse de sus ocupaciones habituales. Me refiero a que le sobra tiempo, incluso después de haberlo perdido en eso de mirar las musarañas y demás, y claro, en mi falta de conocimientos, que siempre he reconocido, me asaltan entre otras, un par de dudas:

¿Cómo es posible que siendo un virus que utiliza los mismos medios que otros para contagiarse, como el Ébola por ejemplo, haya infectado a la población de las cuatro esquinas (metafóricamente) del planeta, en tan solo cuatro meses, y el Ébola, por ejemplo, que también se vincula su origen de transmisión a los murciélagos, no haya salido, salvo puntualmente, del continente africano?

¿Tienen algo que ver las corrientes de aire y hay algo que se nos oculta (no quiero que suene a conspiranoico, pues en los tiempos actuales parecería imposible ocultarlo), y de ahí que la mayor parte se concentre en la llamada “Célula de Ferrel”, según un artículo de La Voz de Galicia (15-03-2020?

 

Bueno, estas solo son las derivas incontrolables de las neuronas, pero ayer escuché a Antón Losada hacer referencia a un súper héroe de South Park, de cuya identidad se han apropiado muchos de quienes se dicen nuestros líderes y dirigen nuestras vidas.  Se trata del Capitán Aposteriori. Todos estos iluminados que, a posteriori, saben lo que había que haber hecho. Entre ellos los que le echan la culpa a la manifestación del 8 de marzo mientras se montaban un mitin, quienes también le echan la culpa a eso mientras habían estado vendiendo que ese año, contrariamente a lo que habían hecho anteriormente, iban a ir a la manifestación, e incluso quienes también utilizan el mismo argumento pese a que no habían ido ningún año.  La gente, que hasta hace dos días se vanagloriaba y chuleaba (Aguirre) de cargarse la sanidad pública. Los que hablaban de privatizar (Abas-Kal) para eliminar prebendas y subvenciones a gentes como él, que no había dado un palo (de los de currar, de los otros seguro que si), y ha vivido toda su vida de lo público. Unos y otros, cuyas propuestas para salvar nuestras vidas son poner banderas, construir monumentos y/o ilegalizar independentistas, ajusticiarlos o pedir la expulsión de los comunistas-populistas-chavistas del gobierno, y dejar a su suerte a miles de inmigrantes, para que puedan extender involuntariamente la enfermedad. Si, esos representan a quienes les han votado o les aplauden. Por cierto, que toda esta gente, los que gobiernan, están para actuar “a priori” y decidir “a posteriori” de acontecer lo imprevisto, no para decirnos lo grave y difícil que es el problema, porque para eso ya estaba “la portera de Nuñez”, y sobre todo, para anteponer la vida de los ciudadanos a los intereses de las de las grandes empresas que, en realidad, es a quienes realmente representan. Difícilmente nos los creeremos si nos asomamos a la terraza de casa, y vemos los obreros de tres construcciones particulares de alrededor, trabajando (no por su deseo, seguro) o una cantidad de tráfico sospechosa en las entradas y salidas de Barcelona. Y desde luego, más difícilmente, si cada día desfilan militares, policías y guardias civiles cargados de medallas, hablando de guerras, con proclamas sacadas de las tropas franquistas y en realidad amenazando y asustando a la población, pero no por este virus, sino por el que lleva muchas decenas inoculado en una gran mayoría de este país, el del autoritarismo y la falta de cultura democrática.


lunes, 23 de marzo de 2020

Historias de la Nueva Era: El Rata (Desconfinando la memoria)

A primeros de los sesenta, mi padre tenía en casa algo más de una docena de gallinas. El gallinero estaba en el jardín de arriba, y en la tapia que daba a lo que debiera ser una calle, pero que no era más que un talud de la propia montaña, había practicado un agujero, poco más grande del tamaño de estos animales que, a través de una pasarela de quita y pon, salían directamente a lo que, como he dicho, solo era campo.

Por la mañana abría la trampilla y allá que bajaban ellas, cacareando todas chulas, y una vez en tierra, picoteando todo bicho viviente comestible que encontraban por el camino, hasta alcanzar su destino favorito; el surco de aguas fecales que, ya en la parte baja de la calle, expulsaba el pozo ciego de la vivienda. Allí las gallinas escarbaban sin descanso, atracándose de lombrices y otros seres infectos.

El surco de apestosas aguas, fluía sin descanso día y noche, y tras un recorrido de algo menos de una decena de metros, llenaba una gran cubeta cilíndrica de uralita, que se encontraba casi enteramente enterrada, en el huerto del señor Jiménez, un anciano, enjuto y malcarado, que aparecía y desaparecía, siempre bajo un descompuesto sombrero de paja, y cuando llovía, cubierto con un saco de esparto doblado a modo de capucha sobre la cabeza, azada al hombro. El viejo, casi siempre de mal humor y renegando de que le robaban parte de su siembra, no le hacía ascos a estas “aguas”, con que la que regaba.

El sol se iba a acostar tras las montañas de El Garraf, y como cada día en el ocaso, las gallinas enfilaban la pasarela de vuelta al gallinero y a los “ponederos”. Poco después, habría que recoger los huevos aun calientes, o meterle el dedo en el culo a alguna, para ver si estaba a punto y ayudarla a expulsarlo.

 

Cierta noche, mi madre, que al parecer tenía el sueño más ligero que mi padre, lo zarandeó en la cama:

-Rafael… arriba se escuchan ruidos muy raros, parece como si alguien caminase por “el terrao”…

Esperaron callados un rato, aguzando los oídos.

-Yo no escucho nada. Estarías soñando… anda duérmete.

-Que no, que no estaba soñando…

Entonces se escucharon las gallinas cacareando estruendosamente y eso si que no era normal para unos animales que parecen morir de sol a sol.

-¡Me cago en la madre que los parió…! o ha entrado alguien arriba o es algún bicho… (Pocas semanas antes, tenía un par de pajarillos en una jaula colgada del cobertizo de arriba, y cuando llegó por la mañana, lo que encontró dentro de la jaula fue tan solo una culebra. Se había introducido entre los barrotes y zampado los dos pájaros, cayendo en su propia trampa. Una vez en su estomago, mientras extraía sus jugos, el grosor le impidió volver a salir).

Por aquellos años, la calle, de unos ciento cincuenta metros de larga, tan solo estaba iluminada por dos tristes y amarillentas bombillas, bajo una especie de plato de porcelana, enclavados en sendos postes de madera, a los que, cuando se fundía la bombilla, cosa que sucedía muy habitualmente, debía subir un operario, que se ataba en cada pie, mediante unas correas de cuero, unos hierros con forma de hoz y pinchos en su interior, que iba clavando en la madera golpeando con sus pies ,hasta alcanzar los cuatro o cinco metros de la bombilla o los cables.

“El terrao” tampoco era una feria precisamente, y solo había una tristísima bombilla al final de la escalera, así que mi padre tampoco las tenía todas consigo y subió con muchas precauciones, pero al mismo tiempo haciendo mucho ruido, esperando que, si había alguien, más que enfrentarse a él, este saliese huyendo.

-¡Me cago en la madre que te parió… si te pillo te voy a abrir la cabeza…! -Dando grandes voces y golpeando la pared de la escalera con lo único que tuvo a mano, el palo de la escoba.

Efectivamente, cuando llegó arriba ya no había nadie, pero la puerta del gallinero estaba abierta, y quien fuera había salido por piernas, tan deprisa que perdió “hasta la boina”, y no era un decir pues efectivamente, allí en el suelo junto a la tapia había una boina y a cambio de ella, se había llevado cuatro gallinas.

Al día siguiente, fue a denunciarlo a la Guardia Civil, que por entonces tenía “cuartelillo” en Esplugas…

-Usted no se preocupe, que ya nos suponemos quien es… ese va a ser “el Rata”, que ya lleva un tiempo rondando por aquí y nos está tocando los cojones. Pásese mañana, que ya tendremos aquí sus gallinas…

Al día siguiente mi padre volvió al cuartelillo.

-¿Cogieron al Rata?

-Claro que lo cogimos… decía que no sabía “na”, pero le dimos una somanta de palos y vaya si cantó. A este se le van a quitar las ganas de apropiarse de lo ajeno por mucho tiempo…

-¿Y las gallinas…? –preguntó mi padre.

-¿Las gallinas…? Ah, las gallinas… dice que se las comió…

-¿Todas en un día…?

-Todas.

 

En los tiempos de la dictadura decían que este país tenía la mejor policía del mundo, y de aquellos guardias civiles, de uniformes desentallados y ridículos y enormes tricornios, no escapaba nadie, porque no había mejor investigación para resolver un caso, que una somanta de palos… lo de menos es si eras inocente.

Tampoco parecían muy originales para apodar a un presunto delincuente, porque en aquellos años, los años de la escasez, a los ladrones, que mayoritariamente robaban para comer, les llamaba “rateros”.

 

Mi padre tuvo sentimientos encontrados. Cabreo porque le habían robado cuatro de sus lozanas gallinas, preocupación porque si alguien había entrado una noche, podían entrar en cualquier otro momento y cualquier ruido en la parte de arriba lo ponía en alerta y, además, también tenía un sentimiento de pena por aquel pobre “desgraciao” del Rata, al que la Guardia Civil le había encolomado el muerto y dado una paliza, de lo que no podía evitar sentirse un poco culpable.

Mi madre Eugenia se tomaba la vida de forma menos seria (aunque por lo visto, la vida no tiene mucho sentido del humor e incluso parece un poco vengativa), y le sacó su parte divertida al asunto. Ahí está, en la terraza de casa con la boina que había perdido el “roba gallinas” en su huida.





domingo, 22 de marzo de 2020

Historias de la Nueva Era: Aferrarse a la vida (Desconfinando la memoria)

A Alejandro lo nacieron cuando apenas había cumplido los seis meses de gestación. En ese momento pesaba 900 gramos que unas pocas horas después se convirtieron en 750. Eso fue un 25 de octubre de 1989. Todas las noches, ya de madrugada para evitar aglomeraciones de las familias de los otros niños y niñas que también estaban allí, y no molestar el trabajo de médicos y enfermeras, íbamos junto a esa incubadora con el corazón en vilo en una evolución que como pasa en estos casos estaba llena de altibajos. Más o menos a las tres semanas, cuando le pudieron retirar la alimentación inducida, nos lo dejaron coger en brazos porque decían las enfermeras que era bueno que siéntese el calor de sus padres (yo me figuro que también nuestro olor y nuestra voz), y de paso le diésemos esa última comida del día.

Una noche les pregunté si podía llevar la cámara para hacerle una foto y me dijeron que si porque a las horas que íbamos no molestaríamos, pero sin flash. Creo yo que debía ser al mes de su nacimiento y le hice una decena de fotos, básicamente en brazos de su madre, en diapositivas que era el formato que utilizaba por aquellos tiempos. Después de retornarlo nuevamente a la incubadora tras haber comido, Alejandro, con su manita que apenas tenía el grosor de un dedo de adulto, se agarró fuertemente al dedo de mamá Rocío. Se agarró a la vida.

 

Últimamente dedico más tiempo del habitual (ya es dedicar) a meterme en los archivos fotográficos como lo haría un arqueólogo en su excavación, desenterrando esas miles de piezas para desechar toda la basura que vamos guardando “gracias” a la era digital (fotos “casi” iguales, movidas, desenfocadas, etc.,) pero que uno no borra por si acaso (por si acaso, ¿qué?) También como ellos, me dedico a pasar la escobilla por encima de las piezas importantes (simplemente las que me gustan), para pulirlas y/o editar alguna que le falta algún retoque, por lo que, como no se me apetece escribir sobre lo que estamos viviendo, porque uno tiene sentimientos encontrados, pero uno común, el estado de ánimo deprimido, probablemente ponga alguna por aquí.





miércoles, 18 de marzo de 2020

Historias de la Nueva Era: Aforismos

Hace ya mucho que, como otra tanta gente, aplico ciertos aforismos que otros han pensado por mí, para aplicarlos en ciertas situaciones que nos pone la vida. En estas últimas horas, trato de convencer a mi cerebro de dos principios que debe aprovechar para su propia salud, la de él, mental, y la física para que tenga un medio donde sobrevivir:

1.- Si un problema no tiene solución, no es un problema.

2.- Si la solución de un problema no está en nuestras manos, no es un problema.

Estamos viviendo una situación que ha ido cambiando según donde nos querían situar en cada momento, de tranquilidad (esto es poco menos que una gripe), de atención (cuidado porque mira lo que está pasando fuera), de inquietud (porque se está propagando demasiado rápido), y de pánico (la situación actual). No tan solo por condenarnos a un encierro provisional de dos semanas y un día (el día ese que se ponía en las condenas y que no tenía fecha concreta, lo mismo que ahora, que van colando que esto va para largo), sino por añadirle, además, a los trabajadores, la angustia de decidir si acudir a sus trabajos como les exigen o quedarse en casa y arriesgarse a ser despedidos (cosa que va a ocurrir igualmente, adopten la decisión que adopten). No voy a entrar más en este tema porque no hace falta, entre otras cosas, porque ese si va a ser un problema al que no se podrán aplicar esos dos principios.

¿La solución al problema actual está en nuestras manos? No, da igual lo que hagamos, porque quienes deciden tienen claro que todos vamos a enfermar y lo único que se pretende es que no lo hagamos de golpe, y de paso, vivir con la esperanza de que alguien encuentre una vacuna o algo que aminore los daños antes de que seamos contagiados, cosa que nos ocurrirá a todos, más tarde o más temprano.

¿La solución está en nuestras manos? Tampoco, al menos en estos momentos. Lo único que está en nuestras manos, es obedecer al que manda y subirnos como corderos al vagón que se dirige directamente a los crematorios (figura metafórica) o desobedecer y ser sancionados y acusados de insolidarios, con el mismo final.

En todo caso, lo único que pudiera estar en nuestra mano (que obviamente desperdiciaremos), es, una vez acostumbrados a convivir con la nueva realidad, mandar a esos crematorios figurados a los inútiles, aprovechados, que solo saben vivir de sus y nuestras miserias neuronales, envolviéndonos en banderas de todos los colores, poniendo ante nuestras narices, ya sin disimulo, a esos uniformados tras los políticos, que nos recuerdan en qué clase de democracia vivimos. Claro, lo tienen fácil, una sociedad que ante todo esto agota el papel higiénico, es una sociedad que no vale una mierda.

 

Tengo intención de no hablar más de este tema, me niego a seguir programas de todas las cadenas y medios que disfrazan su telebasura de “informativos especiales”, sembrando la pantalla de reporteros de guerra con micrófonos envueltos en preservativos, que no tienen nada que decir, que se dedican a repetir imágenes enlatadas y angustiar a la gente soltando mierda (más papel higiénico), o dar pábulo a tantos idiotas que propagan sus “gestas” en la red, para demostrar que los ciudadanos de este país, tenemos mayoritariamente la gracia y la dignidad en el culo (de ahí también lo del papel higiénico).

 

Cuando empezó todo esto alguien escribió en algún medio digital (creo), que las televisiones, básicamente Atresmierda y luego Mierdapro (tira del papel higiénico), se habían convertido en una especie de versión de “Carrusel Deportivo”, donde el número de espectadores y goles en los diferentes terrenos de juego, eran el conteo diario de los afectados, los muertos, y las ciudades y/o comunidades. Creo que dio en el clavo.

Los mismos que nos repiten a diario que hay que distraerse, hacer una vida normal, no preocuparse por cosas que no podemos controlar (aunque no lo digan exactamente así), llenan horas y horas de expertos médicos contradictorios, terroristas políticos (que algunos llaman periodistas) y tertulianos (que como sabemos son maestros de todo y estudiantes de nada), y los imprescindibles economistas de todo palo que solo tienen en común los ingresos en sus cuentas corrientes. Ya solo faltan los forenses, pero todo se andará.

 

Mientras vestimos de realidad “El Proceso de Kafka”, encerrados, sabiendo que solo servirá, en el mejor de los casos, para retrasar lo inevitable; por detrás de esa pantalla de televisión que intenta hipnotizarnos, desfilarán esos tipos que nos regañan por no ser tan patriotas como ellos, plenos de pulseritas, correas de reloj o cuellos camiseros con la banderita, camino de la cueva de Ali Babá, donde guardan el botín que nos saquean.  Siempre es un buen momento para recordar porque largaron, hace varias decenas de años, a esa familia de ladrones, pero también es bueno recordar que, quienes los defendieron y repusieron a costa de unos cientos de miles de muertos, también siguen ahí, diciéndonos lo que nos conviene y ordenando lo que debemos hacer.

Ciertamente no hay suficiente papel higiénico para tanta mierda.

 

No pensaba hablar de esta cosa, pero al ver una fotografía que he hecho de la puesta de sol, ese sol estrellado gracias al filtro, me ha recordado la imagen de la amenaza que pende sobre todos nosotros e intentan implantarnos en el cerebro, mientras nos avisan que mañana todo será peor, y a mi hace tiempo que no me cabe la menor duda.




miércoles, 4 de marzo de 2020

 

Aquel 21 de julio de 1991

Pasada la media noche del viernes 19 se escucharon unos ruidos extraños en el exterior. Me asomé a la terraza y vi al principio de la calle, en la intersección con uno de los dos caminos que, unos cien metros más arriba, llegaban a los depósitos del agua, una furgoneta de la que dos personajes sacaban sacos de plástico con lo que más tarde descubrí eran runas (restos de obra). Una vez acabada la faena salieron a toda prisa desapareciendo del barrio. Llamé a la Local para explicarles lo que había pasado y a día de hoy aún estoy esperado que vengan a verlo.

Al día siguiente íbamos con mi padre a la playa y paramos en la plaza del Ayuntamiento para no recuerdo qué, justo cuando el alcalde salía del mismo. Mi padre se dirigió a él:

-Pérez, anoche tiraron unos sacos de obra en Finestrellas, llamamos a la policía y no vinieron. Eso hay que quitarlo porque han cortado una calle que va a los depósitos…

-No se preocupe, que tomo nota y doy parte para que vayan a limpiarlo.

 El domingo 21 hacía un calor como no podía ser de otra manera para el mes de julio, un calor seco en un día sin rastro de humedad, bajo un cielo totalmente azul limpiado por una notable brisa. A media mañana nos alertó una gran nube de humo o quizás el ruido que la acompañó. Grandes llamaradas se alzaron desde la parte baja del barranco, donde se cebaron en las zarzas y matorrales que tras varios años sin incendios y sin ningún tipo de limpieza, lo habían convertido en una jungla reseca. Rápidamente el fuego emprendió una descontrolada carrera ladera arriba, ocultando la montaña bajo una enorme nube de humo.

Empezaron a llegar camiones de bomberos y se inició el caos. La toma de agua estaba en los depósitos del agua a los que, como he dicho, se llegaba por dos caminos que confluían en ellos, diseñados específicamente para que por uno entrasen los camiones y saliesen por el otro. De repente los vehículos se colapsaron, los bomberos excitados y nerviosos intentaban ordenar todo aquello, mientras las llamas se comían literalmente la montaña.

Las runas esas que habíamos denunciado a la policía local y al propio alcalde, no habían sido retiradas. Los camiones no podían utilizar esa vía y por tanto tenían que ir uno a uno a cargar el agua y esperar a que, después de hacerlo, saliese el vehículo por el único camino libre para poder entrar el siguiente.

El infierno aquel se llevó por delante hasta un camión de bomberos, y durante la jornada algunos de aquellos hombres llegaban hasta la misma  puerta de casa, exhaustos, los rostros tumefactos, sin apenas poderse mover, tosiendo, tumbados en plena calle, con las chaquetas abiertas intentando absorber algo de oxígeno, mientras nosotros los proveíamos de agua para beber y refrescarse. La situación privilegiada de la casa también hizo que durante algunas horas se convirtiera en el centro de operaciones, pues desde la terraza de arriba se divisaba casi toda la zona incendiada.

La casa del vigilante de las aguas estaba situada en medio de la ladera de San Pere Mártir y las llamas la rodearon por completo, lamieron parte del tejado de la vivienda, se llevaron por delante los dos cisnes y algunos otros animales de corral que tenían, y la familia tuvo que huir a refugiarse en la cueva que había sido la mina donde se inició la construcción de los depósitos.

El resultado del incendio es de los que se denominan de escasos daños materiales, porque solo destruyó maleza y algunos pinos, sin daños personales. Eso es desde la perspectiva humana, claro. Al día siguiente subimos a la montaña, y allí, entre un paisaje carbonizado, quedaban los restos de la verdadera tragedia “no humana”. Miles de animales habían desaparecido carbonizados, por no tener donde huir ante la rapidez con la que se propagó el incendio. Conejos, erizos, culebras, por no hablar de esos miles de rango menor, todos considerados daños colaterales.

Emilio, el guarda de las aguas, me contó la odisea que habían sufrido sin haber asumido aun la pérdida de sus cisnes, también que esa mañana habían tenido una reunión los responsables de emergencias, bomberos y municipios afectados, para analizar lo que había ocurrido y elaborar un plan de prevención. Esa misma noche, de madrugada, un furgón del Ayuntamiento de Esplugues retiró las runas que nosotros habíamos denunciado hacía tres días y dejaron el camino como una patena.

Antoni Pérez fue el primer alcalde democrático del municipio después de la dictadura. Tomó posesión en abril 1979 y en marzo de 1998, un mes antes de cumplir los diecinueve años de mayorías absolutas, se vio obligado a dimitir, condenado e inhabilitado por corrupción al haber firmado la cesión de unos terrenos (que por otro lado eran de titularidad compartida con otros tres municipios), a la empresa de la que uno de sus hijos era administrador único.

La Vanguardia del día 22 de julio de informaba en portada del incendio y en la página de sucesos lo desarrollaba. Ahí se recogen unas declaraciones del alcalde de Esplugues a Europa Press, donde dice:

“solicitaré una reunión urgente del Patronato de Collçerola para que se instalen bocas de incendio, ya que el principal problema con el que se encontraron los bomberos fue el del abastecimiento del agua para los vehículos autobombas”

¿Se puede ser más sinvergüenza?

Veintinueve años después, ordenando por enésima vez las más de 100.000 fotografías de mi archivo personal, he visto las de ese año, y leyendo la noticia en la hemeroteca de La Vanguardia, no he podido evitar una sensación de rabia y asco por no haberla leído en su momento y desahogarme con ese impresentable.

 Los vecinos supimos cómo había empezado aquello. Dos hermanos de cuatro y seis años jugaban con unas cerillas, es de suponer que


a quemar cosas, y efectivamente las quemaron, pero eso quedaba para nosotros porque, entre otras cosas, todos tenemos nuestros muertos en el jardín.