El entoldat y la fiesta mayor de Finestrelles
En la segunda semana de junio, por San Antonio, patrón del
barrio, se celebraba la fiesta mayor, con mayor o menor duración, boato e
intensidad a lo largo de los años, según la situación social y económica que se
viviese.
Los primeros años se clavaban unas estacas alrededor de una
explanada, de las cuales pendían unas
guirnaldas de cuerdas y flores que confluían en el centro, sujetas con cables.
Desde no sé cuando antes de nacer yo y hasta finales de los sesenta, se
instalaba una carpa de lona (“entoldat”), en cuyo interior se realizaban la
mayor parte de las actividades, permitiendo que no hubiese interrupciones por
la lluvia, bastante habitual en esa época del año.
El “entoldat”, por dentro, constaba de una pista central
sobre una tarima de madera, rodeada de unos palcos numerados, cada uno equipado
con una mesa y un par de largas banquetas a su lado, y a un nivel de un par de
escalones del suelo. Durante el año, los vecinos que lo deseasen, pagaban una
cuota mensual que les daba derecho a un palco y las plazas que deseasen abonar,
pero también había otras opciones para entrar si no se disponía de palco, como
pagar una entrada para ese día o, en el caso de la mayoría de los niños,
arrastrarnos bajo las lonas y acceder reptando a través de los palcos. Estas
“coladas” se hacían mayormente por “afición”, ya que mi familia y la de
prácticamente todos, disponían de palcos reservados, pero por un lado estaba el
gusto de cabrear al antipático encargado de la asociación de vecinos, de
controlar los accesos, y por otro lado, por necesidad, ya que a los niños solo
nos dejaban acceder si íbamos acompañados de nuestros familiares.
La explanada se encontraba al final de la calle Santa Rosa,
entre el colegio y el barranco y era conocida como “el embalat” o “embalao”
para los castellanoparlantes.
Comenzaba el mes de junio. Una cuadrilla de hombres se
dedicaba a desbrozar matorrales y alisar el terreno, muy deteriorado desde el
año anterior. El “embalat” no estaría a más de cincuenta metros del colegio, y
desde allí, mientras mi compañero de pupitre, Tinin, y yo, hacíamos carreras de
palotes o sacábamos las piedras para contar; escuchábamos ilusionados los
golpes y lamentos de los serruchos de los obreros, acondicionando y clavando
las estacas de madera encargadas de sostener la lona, o clavetear los palcos y
tarimas, de lo que sería lugar de encuentro de la vecindad los próximos días.
Antes incluso que diesen comienzo oficialmente las fiestas,
el entoldat se inauguraba con la despedida del curso escolar. La maestra reunía
a los niños allí dentro, bajo una atmosfera cargada por el aire calentado del
medio día, repartía algunos diplomas a quien ella consideraba oportuno
(casualmente niñas, en exclusiva), un par de caramelitos a los demás, y hasta
el año que viene o hasta nunca.
En el “entoldat” se celebraban los bailes nocturnos, las
meriendas (chocolatadas) y fiestas infantiles para los niños, entre las que se
incluía el “romper la olla”, de lo que yo no era un experto precisamente, pero
en realidad romperla era casi una desgracia, porque solían llenarlas de cenizas
(con agua, en ocasiones), entre las cuales había algunas figuritas y coches de
plástico, cromos y demás baratijas. Encima, mientras el autor de la rotura
intentaba desprenderse del pañuelo de los ojos y los restos de ceniza, los
demás niños se lanzaban sobre los objetos, y fácil que se quedase sin nada.
Durante dos o tres años también se realizaron sesiones de
“cine al carrer”, en concreto en la calle Bellavista.
Los mayores realizaban algunas actividades deportivas, como
los partidos de frontón y futbol. En cuanto al futbol, se organizó al menos un
partido que podríamos denominar “serio”, dirigido por el árbitro de la liga de
Segunda División, Jorge Ortiga, vecino del barrio, que contó con su esposa, Fifí, como dama de honor, lo que creo hoy en día, se consideraría
prevaricación. Pero los que prendieron en la gente, como si de una película de
Berlanga se tratara, fueron una serie de partidos entre los equipos de “Los
Nenes C.F.” y “El Matusalén F.C.”. Los encuentros entre estos, se jugaban en el
campo del Esplugas, ubicado en el mismo lugar que en la actualidad, solo que, entonces,
se trataba del fondo de un barranco, donde años más tarde aprovecharon para
formar las gradas.
El equipo de Los Nenes, hacía su entrada en la población a
lomos del burro y el carro del señor Emilio, presidente de la Asociación de
Vecinos, y portero del equipo. Los jugadores, algunos ataviados con chichoneras
de la época pitos y megáfono, intentaban amedrentar a sus oponentes, que hacían
las veces de local.
No hace falta decir que la seriedad de los partidos brillaba
por su ausencia. El árbitro, coronado con sombrero napoleónico, tenía más
delito que los que arbitraban al Madrid (de cualquier época, pasada, presente y
futura), y cuando algún jugador caía lesionado, aparecía el masajista con una
gran maleta, de la que sacaba un enorme serrucho, con el que perseguía al
jugador, que, a la vista del artilugio, ponía pies en polvorosa, fruto de una
cura milagrosa.
Actividades lúdico-sociales al margen, la más popular eran
los bailes nocturnos, amenizados por grupos y solistas de la época, algunos
algo conocidos por la radio, y las visitas a los palcos de vecinos con los que
se tenía afinidad, para compartir unos vasos de vino o cerveza, ellos, o en el
caso de las mujeres, poner a parir a alguno/as. Los niños, mientras tanto, o
jugábamos a nuestro deporte favorito, arrastrarnos por el suelo saliendo y
entrando bajo el toldo de la carpa, o haciendo “escubidus” con las serpentinas,
hasta que nos vencía el sueño, y aparecíamos milagrosamente en nuestra cama a
la mañana siguiente.
Para nuestra familia, por desgracia, la fiesta mayor se acabó
el año 1964, y para el resto de vecinos, languideciendo, aún duró un par de
años más, pero la crisis, y también la falta de interés o compromiso, hizo que
acabase esa tradición hasta que, más modestamente, se retomó unas decenas de
años después, pero ya para siempre sin entoldat.