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martes, 20 de septiembre de 2016

II - TARIFA 100x100 FUN Capital europea del viento


Cuentan que a finales de los setenta un joven aparcó su furgoneta junto a la playa de La Peña, una prolongación de Los Lances, sacó una gran tabla, le montó una vela y se echó al mar. En el círculo de los historiadores "locos del viento de Tarifa", se refieren a él como "el surfista desconocido", a modo del "soldado desconocido" que todos conocemos.

Tras este pionero vinieron otros más. Llegaron de todas partes del mundo, eran jóvenes que querían vivir en la naturaleza y en libertad; les bastaba el mar, su vela y el viento, y de esto a Tarifa le sobraba. Para sostener esta forma de vida, ellos mismos crearon talleres para la construcción de las tablas, nacieron los negocios de ropa y toda clase de artículos relacionados con su deporte y, sobre todo crearon la marca TARIFA que llegó a ser reconocida en todo el mundo.

Finalmente parecía que el viento de Levante, "culpable" de la falta del desarrollo turístico de la ciudad como continuidad de la conocida Costa del Sol, iba a devolverle lo que siempre le negó. Pero no. Incluso alguno de aquellos primeros surfistas que finalmente se integraron en la población cuentan que a menudo, las vacas y los burros en la playa, pisoteaban sus velas mientras las preparaban o tenían que salir huyendo de ellas.
Lo que se estaba produciendo en Tarifa, más que encuentro, era un choque entre dos mundos que no tenían nada que ver el uno con el otro. Dos mundos que parecía imposible fusionar. Los "guiris" o "chalaos esos de las velas", no tenían ningún interés en mezclarse con la población, vivían en sus furgonetas o vetustas auto caravanas en la ensenada de Valdevaqueros o Bolonia, e incluso los negocios los habían instalado en las afueras de la ciudad. En realidad, en esos años lo único que les interesaba de los tarifeños era "robarles" el viento.

En los setenta mis tíos Curro y Francisca dejaron el cortijo, la casa del pueblo, y se fueron a vivir a Algeciras. Mi tía dijo que era porque él, con los pies completamente deformados por los "juanetes", no podía casi andar, y algo de eso había, pero la realidad es que ella nunca soportó la vida en el campo, por lo que la mayor parte del tiempo la pasaba en Tarifa junto a sus hijos, mis primos, a quienes también procuró inculcar la idea de que aquello no era vida y debían procurar los medios para escapar de allí. Tampoco podía soportar (y no se recataba en reconocerlo), el olor de su marido a “campo” (las vacas del campo, para ser más exactos). En Algeciras, mi tío Curro, empleado como guarda nocturno en un concesionario de coches, olía a "Varon Dandy" en lugar de "a vaca", cierto, pero no podía soportar la vida en la ciudad y apenas tres años después falleció; creo yo que "de pena". Cuando me enteré lo imaginé encerrado en sus noches de trabajo, los ojos cerrados "viendo" aquel increíble cielo nocturno del valle del cortijo, poblado por millones de estrellas como yo no he visto jamás en ningún otro lugar, y que había dejado a cambio del olor a gasolina del taller del concesionario en lugar del dulce aroma del heno, del estiércol del establo, las gavillas secas del trigo; y lo insoportable que le tuvo que resultar.

A primeros de los ochenta, el tío Salvador, sempiterna gorra y la colilla del cigarrillo colgando del labio inferior; había pasado a ser algo pintoresco con su mula de una oreja (la otra se la arrancó una vaca de un mordisco cuando era pequeña), llegando a Tarifa o yendo al cortijo. En realidad, era como si con ella quisiera desafiar al presente, y es muy probable que fuese el último campero en llevar su mula a una ciudad que parecía renegar cada vez más de su pasado.
Al cortijo se llegaba por el mismo camino pedregoso y casi imposible de siempre, y en sus tierras buscaron, y encontraron, otro pozo que parecía podía sustituir al que se había secado. Por entonces ya habían dejado de sembrar las tierras. Mis primos conforme fueron creciendo ya solo se llegaban por allí en vacaciones, pues se buscaron la vida fuera del cortijo, y hasta del pueblo, por lo que la actividad se reducía al huerto, unas pocas gallinas, tres o cuatro cabras y las vacas suizas que, poco a poco, había que ir sustituyendo por las rubias para carne o deshacerse definitivamente de ellas.

En la década de los ochenta hasta casi los noventa, las únicas señales de cambio que observábamos en las cortas vacaciones al pueblo, eran que las calles parecían estar mucho más vacías, que los viejos se continuaban reuniendo sentados a la sombra de los muros de la Puerta de Jerez y que, los jóvenes mayormente, habían emigrado para buscarse la vida en otros lares. Mis tíos ya no tenían quien les ayudase en el cortijo, así que se deshicieron definitivamente del ganado; mantuvieron el huerto y un par de caballos que eran más bien un capricho de mis primos mayores, para dar un paseo de vez en cuando o llevarlos a la "cabalgata de la Virgen de la Luz" en la feria.

En el "regajo" los hijos de mi primo Salvador enseñaron a Rocío a coger ranas, tal y como su padre hizo conmigo veinticinco años antes. Pero ya nada era igual.


El final de la década de los ochenta si que acabó de colocar a Tarifa, para su desgracia, en el primer plano de este país… pero esa también es otra historia.

Tío Salvador entrando llegando a Tarifa desde el cortijo

Camino del cortijo

El cortijo

El cortijo, abriendo un nuevo pozo

en el cortijo 

en el cortijo 


Cortijo de tía Juana y tío Salvador 

Cortijo de tía Juana y tío Salvador. Desde la cocina

Una calle de Tarifa



Puerto de Tarifa

Ceuta desde el barco llegando a puerto

Entrada al cortijo

El cortijo

El cortijo. Rocío con los hijos de mi primo Salvador en el "regajo"

El cortijo. Recogiendo los caballos 

Bar Morilla en la Calzada de Tarifa

Playa de Valdevaqueros

Playa de Valdevaqueros

Playa de Valdevaqueros


martes, 13 de septiembre de 2016

I- SUCEDIÓ UNA VEZ EN TARIFA



Era el año 1964 cuando la familia fuimos de vacaciones a Tarifa. Mi madre se había pasado el año tachando en el calendario los días que faltaban para volver a reencontrarse con sus hermanas y su pueblo por primera (y lamentablemente última vez), tras doce años de haber salido de él.

Mis recuerdos, en blanco y negro, son los de un niño de ocho años alucinado por el descubrimiento de un mundo totalmente desconocido. Las dos hermanas de mi madre se habían casado con dos hermanos que, en el reparto de la herencia, lindaban sus dos cortijos junto a los de un tercero. También el de unos primos con los que compartía edad, pero una forma de vida totalmente diferente. Allí descubrí que era posible vivir sin luz eléctrica, que el "pan macho" se hacía en un horno del patio del cortijo, que la vida transcurría entre que salía y se ponía el sol, y ese tiempo era un continuo no parar. En ese y años posteriores también descubrí las moscas de caballo, el picor insufrible del "polvillo de las habas", los "piojillos de cigarra", la tragedia de la perdida de una vaca, la angustia de intentar encontrar un pozo de agua potable cuando uno se secaba o inutilizaba porque había muerto un animal dentro, que los pavos y gallinas se tenían que poner siempre contra el viento para que el levante, el mismo que había dado forma a los arboles del camino, no les diese la vuelta a las plumas, y sobre todo, que aquella gente, mi familia, nos ofrecían todo lo que tenían.

Recuerdo que, por las noches, entre las callejuelas inclinadas y apenas iluminadas, se oía el ulular del viento de levante, el chocar de las olas en el espigón del puerto, bajo el castillo de Guzmán el Bueno, y el olor del mar en una atmósfera pegajosa y húmeda.
También recuerdo a la tía-abuela Curra, de vocabulario para mi casi ininteligible, llegar al pueblo al atardecer, de negro riguroso y la cabeza siempre tapada por un pañuelo del mismo color (las "tapadas" de Tarifa), sobre la burra en la que transportaba dos cantaros de leche a cada lado, que ella vendía por las casas.
A la cuñada de mi tía, quien mientras tomábamos un café de puchero al que me había invitado en la cocina de su cortijo, mirando hacía la ventana por la que se veía el atardecer con la Luna sobre los montes del horizonte, me preguntaba "Pues no que dicen que han llegado unos hombres a la Luna ¿tú te crees que es verdad eso?, anda ya, ¿cómo van a estar unos hombres ahí con lo "chica" que es la Luna? si no caben, se caerían". Y es que para un "campero" la Luna es su calendario, el que le dice que no se deben sembrar los ajos cuando está llena porque se salen de la tierra, y cosas así.

En aquellos tiempos las muchachas de Tarifa decían que los hombres en aquel pueblo u olían a vaca o a "pescao".
Ya habían pasado los mejores años en los que el armador Diego Piñero, fallecido una decena de años antes, recorría las tabernas seguido por una recua de gorrones y prostitutas, y de los pescadores de sus barcos que, una vez retornados de los bancos de pesca marroquís, y sus amoríos en Larache o Casablanca, entregaban parte del dinero a sus mujeres, y el resto, a manos llenas, lo remojaban en las tabernas de Tarifa para compensar las semanas o meses de abstinencia; pero los herederos del armador aun echaban su flota a la mar.
Por allí también pasó la tan "alabada" transición. Marruecos decidió extender unilateralmente sus aguas territoriales y los barcos pesqueros que se alejaban un poco de la costa española eran apresados por las patrulleras marroquís, obligándoles a seguirlos hasta Tánger para imponerles una multa a modo de rescate. Prácticamente se acabaron las buenas relaciones, las tripulaciones mixtas hispano-marroquís de toda la vida y por eso y otras cosas, el declive de la pesca en Tarifa.

En esa época la Costa del Sol se encontraba en su máximo apogeo, y era el lugar patrocinado por el "régimen" y el "post-régimen" para atraer a la llamada "jet-set" (básicamente zángano/as, vividores, millonarios de dudoso currículo, descendientes dinásticos de monarquías desaparecidas, y demás fauna por el estilo), y lógicamente se necesitaba mano de obra (a ser posible sumisa y barata), para atender a todos estos. El campo daba como mucho para vivir, pero no para obtener el dinero básico para una vida digna, así que los hijos de los "camperos" (mis primos entre otros), tenían que aprovechar esos trabajos de temporada en la costa, para arrimar unos dineros a sus familias. Eran jóvenes necesitados, trabajadores y serviles, obligados por la necesidad, y claro, después de haber conseguido tener algún billete en el bolsillo y conocer ese otro mundo en el que no había que estar mirando continuamente al cielo o dependiendo de la salud del animal, ¿quién estaba mentalizado para volver a aquella vida de sacrificios?

El pueblo languidecía a ojos de quienes lo visitábamos periódicamente. Por fin habían decidido extraer los restos de la ciudad de Baelo Claudia (Bolonia) del fondo del mar, pero de momento solo eran un montón de piedras tras una alambrada. La familia y los amigos nos seguíamos juntando a tomar unas copas de Chiclana en el bar Morilla, pero se notaba que aquello solo era un espejismo de verano y que luego todo volvería a aquel "no saber qué va a ser".... entonces apareció alguien subido en una tabla con una vela, y sopló el levante con la fuerza de siempre, y entonces, aparecieron más y más… Pero esa es otra historia.



Puerto de Tarifa 1.964

Casa de mis tíos Juana y Salvador en Tarifa

Cortijo de los tíos Salvador y Juana 1.967

Al fondo el cortijo de los tíos Curro y Francisca 1.967

Los cortijos y su entorno

Arboles "domesticados" por el levante en el camino del cortijo

Tarifa - Puerta de Jerez 1.976

Tarifa "la transición" en la Alameda 1.979

Puerto de Tarifa 1.979

Barco pesquero saliendo del puerto de Tarifa 1.979

El cortijo

Cortijo. Trillando en la era 1.976

Cortijo. Trillando en la era 1.976


Tía Juana en el cortijo 1.979

cortijo 1.979

Cortijo 1.980

Playa de Bolonia 1.980

Ruinas de Bolonia 1.980

El estrecho desde el mirador de Tarifa 1.980


Tarifa 1.980


Camino de la isla de las Palomas. Tarifa 1.980

Tarifa. Playa de los Lances 1.980


Tarifa. Playa de los Lances 1.980

Tarifa. Playa de los Lances 1.980

Tarifa. Playa de los Lances 1.980

jueves, 8 de septiembre de 2016

YUSEF, EL HOMBRE ARAÑA



Tánger, agosto de 2.016. Yusef es uno más de los centenares de vendedores/acosadores callejeros. Uno de esos embutidos en la “gandora” blanca muy habitual, a los que un viajero bloguero (con bastantes seguidores) en los que me documenté previo al viaje, denomina "araña" porque te envuelven en su telaraña de palabras y sonrisas y no te dejan escapar (sobre esto me referiré al final de la historia).

Íbamos a entrar en un comercio cuando Yusef se dirige a mí con su retahíla y el manojo de baratijas. Ante mi negativa dice "te espero aquí fuera y cuando salgas me das un Euro para un café" (directo al subconsciente de un occidental). Y como no podía ser de otra forma, cuando salimos allí estaba él apostado en la acera de enfrente, sin poder ocultar su sorpresa de que la mosca se suicidase directamente ante la araña, y fui yo quien me dirigí a él para darle el Euro.

Ahí empezó la sarta esa (también bastante habitual), sobre su amor a los españoles, su idea de que nos tenemos que ayudar unos a otros porque somos vecinos, compartimos historia y tal y tal... que ha visto que estábamos interesados en unas sandalias y que él, por el aprecio que nos tiene a los españoles, nos va a llevar a la tienda de un amigo que nos va a hacer el mejor precio de Tánger. Obviamente otra de las características de muchos de ellos es la de comisionistas y la captación de turistas para llevarlos a "sus" tiendas.
A paso ligero, Yusef, mientras nos cuenta que hace unos años estuvo viviendo en Madrid, nos lleva entre las callejuelas estrechas y retorcidas de la vieja Medina, calles con pocos comercios y ningún turista. Una insensatez, dicen. Sin embargo, llegamos a la tienda de su "amigo", típica tienda/taller de marroquinería. Intercambian unas palabras en árabe (nos pide disculpas por ello) y nos dice que le digamos que calzado nos gusta de todo lo que tiene expuesto. Una vez elegido (como es habitual se niegan a decirte el precio de las cosas hasta que confirmas que lo quieres y ahí empieza el regateo), nos da el mismo precio que en la tienda anterior. Nos hacemos los indignados, vuelven a hablar en árabe y Yusef nos dice que se lo ha hecho reconsiderar al vendedor "porque somos amigos españoles" y nos rebaja dos euros. Para no alargar más la cosa aceptamos y nos despedimos en la misma puerta de la tienda.

Unos diez minutos después, otra vez en la Rue Siaghine volvemos a toparnos con Yusef. Vuelve a mostrar las baratijas y con cara de pena nos vuelve a pedir que le compremos algo de lo que lleva porque no ha vendido nada en todo el día. Nos dice que ese país está muy mal, que se pasa hambre y no hay trabajo (pienso que más de cuatro millones de españoles podrían decir lo mismo del nuestro). Efectivamente Yusef está extremadamente delgado. Le compramos una mano de Fátima por hacerle un favor y cuando nos despedimos nos presentamos por primera vez. Ahí es cuando sabemos que se llama Yusef y le hace mucha gracia que los dos nos llamemos igual. Nos deseamos suerte en la vida y cada uno nos vamos por nuestro lado.
Antes de ir al Petit Socco, punto de encuentro con Rashid, el guía, entramos en el Mercado Central a comprar alguna cosa, y al girar uno de los pasillos, casi nos damos de bruces con Yusef. ¿Será verdad lo de la araña y la telaraña y aun no nos hemos dado cuenta que estamos irremisiblemente atrapados en ella?

El Yusef que nos habla no es el vendedor del que nos habíamos despedido unos minutos antes. En las manos lleva un envoltorio en papel de estraza y lo abre para enseñárnoslo mientras nos dice: "mirad lo que he podido comprar gracias a lo que me habéis dado vosotros", y nos enseña una porción de carne picada del tamaño de un puño. "hoy podremos comer carne en casa porque mi mujer está ¿cómo decís vosotros? ¿embarazada?" "Le hicieron una ecografía y es un niño". A Yusef se le ilumina esa mirada oscura en profundos cuencos y la verdad es que se nos calló el alma.

Aproximadamente una hora después nos dirigimos a embarcar y nos despedimos del guía Rashid.
Rashid, que debe rondar los sesenta años, es un tipo socarrón que adereza sus explicaciones con comentarios graciosos que el mismo culmina con una larga risilla, jijijijiji o ajajajaja musicalmente entonada.
A lo largo de la jornada habíamos creado una cierta complicidad con él, seguramente porque éramos los más "viejos" del grupo. En una de nuestras conversaciones lo vimos triste por primera vez. Nos contó que cuando era joven se embarcó en una patera con su mejor amigo para huir a España y que cuando llegaron, le dijo a la policía que lo devolviesen a Marruecos. En la travesía a España pensó en su familia y no pudo soportar la idea de no volver a ver a su madre en quince o veinte años. Su amigo le rogó que no volviese, que habían sufrido mucho para llegar hasta allí, pero fue inútil.
Rashid mira al infinito y se le humedecen los ojos cuando nos cuenta que cinco años después fue a recibir a su amigo al puerto. Venia dentro de una caja de madera. Había fallecido por causa de la droga. Nos dice que fue uno de los días más tristes de su vida, porque aquel había sido su mejor amigo desde la infancia.

En la travesía de regreso a Tarifa pienso en Yusef y el término despectivo de "araña", y pienso en que el bloguero “viajero empedernido”, los define así "porque te envuelven en su telaraña, con palabras y sonrisas", a lo que añade que son "embaucadores", y siento que seguramente es así y que es su forma de sobrevivir. La forma que tienen para poder llevar un poco de carne a su familia.


El banquero embutido en su Emidio Tucci que envuelve en "su telaraña, con palabras y sonrisas, para embaucar a unos ancianos y robarles sus ahorros, "colocándoles Preferentes" y con eso poder comprarse un buen coche, casa y segunda residencia (lo que sería la carne picada) si no es una araña, ¿qué es, escorpión?