Era el año 1964 cuando la familia fuimos de vacaciones a
Tarifa. Mi madre se había pasado el año tachando en el calendario los días que
faltaban para volver a reencontrarse con sus hermanas y su pueblo por primera
(y lamentablemente última vez), tras doce años de haber salido de él.
Mis recuerdos, en blanco y negro, son los de un niño de ocho
años alucinado por el descubrimiento de un mundo totalmente desconocido. Las
dos hermanas de mi madre se habían casado con dos hermanos que, en el reparto
de la herencia, lindaban sus dos cortijos junto a los de un tercero. También el
de unos primos con los que compartía edad, pero una forma de vida totalmente
diferente. Allí descubrí que era posible vivir sin luz eléctrica, que el "pan
macho" se hacía en un horno del patio del cortijo, que la vida transcurría
entre que salía y se ponía el sol, y ese tiempo era un continuo no parar. En
ese y años posteriores también descubrí las moscas de caballo, el picor
insufrible del "polvillo de las habas", los "piojillos de
cigarra", la tragedia de la perdida de una vaca, la angustia de intentar
encontrar un pozo de agua potable cuando uno se secaba o inutilizaba porque
había muerto un animal dentro, que los pavos y gallinas se tenían que poner
siempre contra el viento para que el levante, el mismo que había dado forma a
los arboles del camino, no les diese la vuelta a las plumas, y sobre todo, que
aquella gente, mi familia, nos ofrecían todo lo que tenían.
Recuerdo que, por las noches, entre las callejuelas inclinadas
y apenas iluminadas, se oía el ulular del viento de levante, el chocar de las
olas en el espigón del puerto, bajo el castillo de Guzmán el Bueno, y el olor
del mar en una atmósfera pegajosa y húmeda.
También recuerdo a la tía-abuela Curra, de vocabulario para
mi casi ininteligible, llegar al pueblo al atardecer, de negro riguroso y la
cabeza siempre tapada por un pañuelo del mismo color (las "tapadas"
de Tarifa), sobre la burra en la que transportaba dos cantaros de leche a cada
lado, que ella vendía por las casas.
A la cuñada de mi tía, quien mientras tomábamos un café de
puchero al que me había invitado en la cocina de su cortijo, mirando hacía la
ventana por la que se veía el atardecer con la Luna sobre los montes del
horizonte, me preguntaba "Pues no que dicen que han llegado unos hombres a
la Luna ¿tú te crees que es verdad eso?, anda ya, ¿cómo van a estar unos
hombres ahí con lo "chica" que es la Luna? si no caben, se
caerían". Y es que para un "campero" la Luna es su calendario,
el que le dice que no se deben sembrar los ajos cuando está llena porque se
salen de la tierra, y cosas así.
En aquellos tiempos las muchachas de Tarifa decían que los
hombres en aquel pueblo u olían a vaca o a "pescao".
Ya habían pasado los mejores años en los que el armador Diego
Piñero, fallecido una decena de años antes, recorría las tabernas seguido por
una recua de gorrones y prostitutas, y de los pescadores de sus barcos que, una
vez retornados de los bancos de pesca marroquís, y sus amoríos en Larache o Casablanca,
entregaban parte del dinero a sus mujeres, y el resto, a manos llenas, lo
remojaban en las tabernas de Tarifa para compensar las semanas o meses de
abstinencia; pero los herederos del armador aun echaban su flota a la mar.
Por allí también pasó la tan "alabada" transición.
Marruecos decidió extender unilateralmente sus aguas territoriales y los barcos
pesqueros que se alejaban un poco de la costa española eran apresados por las
patrulleras marroquís, obligándoles a seguirlos hasta Tánger para imponerles
una multa a modo de rescate. Prácticamente se acabaron las buenas relaciones,
las tripulaciones mixtas hispano-marroquís de toda la vida y por eso y otras
cosas, el declive de la pesca en Tarifa.
En esa época la Costa del Sol se encontraba en su máximo
apogeo, y era el lugar patrocinado por el "régimen" y el
"post-régimen" para atraer a la llamada "jet-set"
(básicamente zángano/as, vividores, millonarios de dudoso currículo,
descendientes dinásticos de monarquías desaparecidas, y demás fauna por el
estilo), y lógicamente se necesitaba mano de obra (a ser posible sumisa y
barata), para atender a todos estos. El campo daba como mucho para vivir, pero
no para obtener el dinero básico para una vida digna, así que los hijos de los
"camperos" (mis primos entre otros), tenían que aprovechar esos
trabajos de temporada en la costa, para arrimar unos dineros a sus familias.
Eran jóvenes necesitados, trabajadores y serviles, obligados por la necesidad,
y claro, después de haber conseguido tener algún billete en el bolsillo y
conocer ese otro mundo en el que no había que estar mirando continuamente al
cielo o dependiendo de la salud del animal, ¿quién estaba mentalizado para
volver a aquella vida de sacrificios?
El pueblo languidecía a ojos de quienes lo visitábamos
periódicamente. Por fin habían decidido extraer los restos de la ciudad de
Baelo Claudia (Bolonia) del fondo del mar, pero de momento solo eran un montón
de piedras tras una alambrada. La familia y los amigos nos seguíamos juntando a
tomar unas copas de Chiclana en el bar Morilla, pero se notaba que aquello solo
era un espejismo de verano y que luego todo volvería a aquel "no saber qué va a ser".... entonces apareció alguien subido en una tabla con una vela,
y sopló el levante con la fuerza de siempre, y entonces, aparecieron más y más…
Pero esa es otra historia.
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