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sábado, 22 de mayo de 2021

Historias de la Nueva Era: 1996 Cuando el cielo se deshizo sobre Biescas (Desconfinando la memoria)

Durante la década de los noventa, las dos familias de Barcelona, la de Madrid y la de Sevilla, decidimos tomarnos un par de semanas, cada agosto, para ir juntos de camping. Se daba, y se da la circunstancia, de que teníamos dos hijos cada uno, las primeras niñas y los segundos niños, y ambos grupos de edades similares. Pensábamos que era una buena manera de que, sobre todo los primos, conviviesen unos días para afirmar unos lazos familiares complicados por la distancia.

Ese año 1996 el destino elegido fueron los Pirineos de Huesca, donde habíamos planeado hacer excursiones por los valles de Ordesa, Pineta y el Cañon de Añisclo, entre otros. Barajamos varios campings de la zona, teniendo en cuenta que nuestras prioridades eran, que admitiesen perros (los de Barcelona llevábamos uno cada uno, aún casi cachorros), no muy grande (por el tema de los niños), que tuviese un rio “bañable” en las cercanías, y naturalmente, el precio. Finalmente nos decidimos por el “Jabalí Blanco” situado en Fiscal, casi en lo que sería el vértice de nuestros objetivos previstos.

 

Las dos familias de Barcelona llegamos unos días antes, y como ambos teníamos vehículos “4x4”, nos dedicamos a visitar pueblos abandonados, a los que se llegaba por pistas de tierra que los hacía casi inaccesibles.

El primero de agosto ya estábamos las cuatro familias disfrutando juntos de un entorno encantador, pleno de barrancos y torrentes donde refrescarse.

 

El 7 de agosto de 1996 asomó esplendoroso como todos los días anteriores, y después de desayunar, los hombres decidimos ir a Biescas a comprar una rueda para la bicicleta de Rocío, que se había roto, y al Lidl de esa población, a reponer la despensa para tanta tropa.

Tras comprar la rueda llegó la hora de las provisiones, lácteos, cervezas, productos frescos, cervezas, legumbres cocidas y pastas, cervezas, desayunos, cervezas, refrescos, cervezas…

Al salir de la ciudad para incorporarnos a la carretera nacional, frente a nosotros, la muralla natural pirenaica parecía casi aplastada bajo una espesa y amenazadora capa de nubes, tan oscuras que parecían negras. Nos habíamos entretenido más de la cuenta y temimos que aquella amenaza de tormenta nos pillase en el camino de vuelta.

Ya en las afueras, una imagen que, debido a los hechos ocurridos esa misma tarde, se fijó en mi memoria como un fotograma. Junto a la carretera el cartel de un sol sobre una tienda de camping, “Las Nieves-Camping-1ª Categoría”, un riachuelo encauzado con calzadas escalonadas, en cuya cercanía jugaba una decena de niños y, a su espalda, tras el cercado y bajo la arboleda, se adivinaban algunas tiendas y roulottes de los más de seiscientos campistas que posteriormente supimos que lo ocupaban. 

Casi no habíamos dejado atrás la población, cuando empezaron a caer gruesas gotas de lluvia, sin embargo, en seguida paró, y pese a que el tiempo seguía amenazando tormenta, esta no acababa de romper. Tras la comida, las mujeres decidieron irse en un coche a Broto para comprar unas sudaderas de recuerdo y aprovechar para merendar. Yo me metí en la tienda a dormir la siesta.

No recuerdo la hora exacta, pero debería ser sobre las cinco de la tarde, cuando un enorme trueno me cortó el sueño de raíz, y tras él, un aguacero que parecía iba a perforar la lona de la tienda. El resplandor de los rayos y posterior trueno, enlazados unos con otros, parecían estallar allí mismo, y pese a que la lluvia no arreciaba, decidí que, era menor el riesgo de correr hasta el bar del camping, a apenas una cincuentena de metros, que permanecer en un lugar donde tenía la impresión de estar a la intemperie, con el riesgo, que cada vez tenía más cierto, de que iba a entrar agua por todas partes, y el cielo, como temían los galos de Asterix, caería sobre mi cabeza.

Empapado, entré en la sala del bar, donde me encontré con el resto de la familia excepto las mujeres que aún no habían regresado de Broto. En la televisión, cuya imagen iba y venía, estaban dando alguna prueba de las olimpiadas de Atlanta, aunque nadie le prestaba atención. La luz se fue unas cuantas veces y los niños gritaban divertidos, como si estuviesen asustados cuando eso sucedía, o disimulando su susto de verdad.

Al poco rato llegaron las mujeres, excitadas, comentando que, cuando estaban en el pueblo, empezó la tormenta y se fue la luz varias veces, hasta que ya no volvió, y el miedo que habían pasado en la carretera bajo la tempestad, y el aguacero que había arrastrado restos de vegetación a la calzada, convirtiéndola en un torrente sobre el que destellaban continuos rayos; mientras, la conductora, con poca experiencia, se lamentaba de que no iba a ser capaz de llegar, y las otras la animaban disimulando sus verdaderos sentimientos. También nos contaron que al cruzar el puente sobre el rio Ara, el nivel había subido tanto que parecía lo iba a sobrepasar.

Se suponía que por la hora todavía debería haber incluso sol, sin embargo, la negrura era como la del anochecer, agravada por la falta de electricidad.

Poco a poco la lluvia fue arreciando, la tormenta se alejó, y como era lógico, la temperatura bajó de golpe. Entonces nos dimos cuenta del ruido que llegaba desde el rio, que pasaba a poco más de un centenar de metros del camping.  Con una linterna, puesto que la oscuridad era ya absoluta, nos acercamos al puente y, efectivamente, el metro a lo sumo, del nivel de agua que habíamos visto hasta entonces, había crecido tres o cuatro veces, e incluso por las marcas que había dejado, parecía que ya estaba bajando el nivel, pero no el ruido y la velocidad de las aguas, que arrastraban ramas de árboles y todo lo que habían encontrado a su paso. Un escalofrío me recorrió la espalda. El día anterior habíamos ido de excursión unos kilómetros rio arriba, el nivel del agua apenas si llegaba a la rodilla y en una isleta en medio del cauce, dos jóvenes habían acampado con una pequeña tienda.

En la noche retumbaban sonidos de helicópteros, que no alcanzábamos a ver, pero no nos parecía normal, y si muy inquietante. Por entonces los móviles eran Moviline y, aunque la cobertura en la zona no era muy buena, esa noche sí que no había manera de poder comunicar, pensábamos que por efecto de la tormenta que habíamos sufrido.

Volvió la luz y alguien, que había ido al bar del camping, nos dijo que en la tele habían dicho que el camping Las Nieves de Biescas, había sufrido inundaciones. En un pequeño transistor que llevaba, las noticias, con muchas interferencias que las hacían casi ininteligibles, hablaban de posibles fallecidos y que los equipos de rescate habían pedido que no se utilizasen los móviles, para no colapsar las comunicaciones. Entonces empezamos a darnos cuenta de que aquello podía ser más grave de lo que suponíamos, y más cuando, pasada la media noche, nuestras familias lograron comunicar con nosotros, después de varias horas de intentarlo, asustados, porque sabían que estábamos en esa zona. Ahí ya nos enteramos que el camping donde ese mismo día las familias disfrutaban de sus vacaciones, había sido borrado del mapa en pocos minutos.

 

Nuestra vida continuó, aislándonos como siempre pretendíamos en lo posible, de una actualidad que quedaba muy lejos en una época sin internet, y por tanto sin redes sociales, por lo que tal y como teníamos programado, un par de días después fuimos de excursión al Valle de Ordesa. En los arcenes de la carretera se acumulaban restos de vegetación y piedras arrastradas por los torrentes. El Parque estaba exuberante. La cascada de La Cueva parecía tropical, el agua caía con fuerza, y salpicada en miles de partículas, llenaba el aire a su alrededor. También las Gradas de Soaso y la Cola de Caballo, al pie del Monte Perdido.

Al día siguiente nos llegamos hasta Plan (el pueblo que se hizo famoso por organizar la primera caravana de mujeres), y al entrar en una librería para adquirir algún suvenir, vimos las portadas de los periódicos, donde se hablaba ya de más de ochenta fallecidos. Creo que en ese momento nos hicimos una idea de la gravedad de la tragedia.

 

Desconozco el motivo, quizá alguna noticia o referencia de la que no somos conscientes, pero si son captadas por el inconsciente. El caso es que hace poco más de dos meses, la memoria me abordó con el recuerdo de aquella tragedia, incluso antes de “saber” que este año se cumplía el veinticinco aniversario.

Veinticinco años en los que, quienes nos juntamos allí, nunca hemos hecho referencia a esos días, que no haya sido entre las mujeres a su “aventura” automovilística.  

Consulté la “Biblioteca de Alejandría” de la nueva era. Las hemerotecas y noticias de entonces y las que se iban produciendo en los años posteriores, que Internet pone a nuestro alcance. Comprendí la injusticia de considerar a los 87 fallecidos como una tragedia, pues cada uno de ellos son una tragedia en sí mismos. Huérfanos, familias enteras, hijos arrancados de los brazos de sus padres, abuelos sin nietos, amigos sin amigos…

La tragedia, arrastrada con los años por la miseria de gobiernos (estatales, autonómicos y locales), que se negaban a asumir sus responsabilidades. Pleitos y más pleitos judiciales para que otorgasen una indemnización que, en ningún caso podría paliar el dolor de los supervivientes, pero hiciese algo de justicia por haber legalizado la instalación de un camping en el cauce de un rio. El presidente Aznar y el rey ahora huido, no perdieron el tiempo en pasearse entre los despojos, rodeados de fotógrafos como en su día el baño de Fraga en Palomares, pero las escasas indemnizaciones que finalmente se otorgaron, tuvieron que hacerlas obligados por los tribunales europeos a quienes habían recurrido algunas de las víctimas.


Quizás por esas tonterías a las que se dedica el cerebro de los jubilados, una vez liberados de las obligaciones del día a día, me empezaron a asaltar algunas preguntas ¿Por qué continuamos nuestra actividad diaria casi como si nada hubiera pasado? ¿tan insensibles éramos como para no sentir como nuestra, la tragedia de unas personas que, como nosotros, solo pretendían pasar unos días de descanso y diversión con sus familias, en comunión con la naturaleza? ¿En ningún momento nos planteamos dar por acabadas las vacaciones y volver a casa? No tengo respuestas y tampoco alguno de los que también estuvo y he preguntado.

El siguiente paso fue explorar aquellos parajes a través del inevitable Maps, y de repente no entendía nada, porque o la memoria me estaba haciendo una jugarreta o me había montado una película de fantasía. Pongo la ruta de Fiscal a Biescas en el Maps y me salen 41 kilómetros y además a 23 minutos Sabiñanigo ¿Por qué fuimos a buscar la rueda y hacer las compras a Biescas, si Sabiñanigo es una población más importante y más fácil encontrar de todo? ¿Cómo era posible que tuviese tan claras las imágenes del camping Las Nieves a mi izquierda y las primeras estribaciones pirenaicas, bajo aquel cielo cubierto de negras nubes, frente a nosotros, al salir de Biescas, si eso era al norte y la supuesta carretera a Fiscal iba hacia el sur? ¿fuimos tan “idiotas” que, no siendo una excursión de placer, elegimos ir a Biescas en lugar de a Sabiñanigo, por la N260 norte, estrecha y de infinitas curvas, por la que se tardaba veinticinco minutos más?

 

Este mes, veinticinco años después, aprovechando un puente en fin de semana, decidimos volver a Fiscal, visitar el camping donde nos habíamos alojado, algunos de los lugares por donde habíamos “jugado” con nuestros niños y niñas, hoy ya adultos, y el desaparecido Las Nieves de Biescas, donde sentía la sensación de tener una deuda pendiente con mi historia personal.

No recuerdo quién dijo que nunca se vuelve al hogar donde nacimos. No hace falta que sea el lugar donde nacimos, para que nos resulte casi imposible reconocer el lugar (de ahí lo de no volver). Veinticinco años son muchos y muchos los cambios. La N260 sur no existía, de ahí que Biescas fuera la primera población “importante” que podíamos encontrar. Eso también acreditaba a mi memoria. El camping Las Nieves quedaba a nuestra izquierda al salir de la población y las estribaciones pirenaicas frente a nosotros.

En el lugar que ocupaba el camping, tras la valla, solo queda en pie el edificio de recepción, y en la explanada delantera, ya fuera de la misma, hay un monolito de hierro oxidado, con el nombre de los fallecidos. Dos años después de haber instalado dicho monolito, en 2016 que se cumplía el 20 aniversario, se colocó un monumento de tres piezas con distinta simbología, homenajeando a víctimas, rescatadores y las gentes del pueblo que se volcaron en el auxilio de los supervivientes, con un hueco que representa el vacío que dejaron. Repartidas entre la arboleda, 87 rocas de entre medio y un metro de diámetro, restos de las que llegaron arrastradas por la riada. Una por cada uno de los fallecidos.

Decía la gente de Biescas que no querían que su pueblo quedase vinculado para siempre a la tragedia del camping Las Nieves, pero me da la impresión que, lamentablemente, no lo han conseguido. Durante la temporada anual que estuvo abierto aquel camping, se supone que pasarían por él miles de personas. Campistas que tendrían que utilizar a la fuerza sus comercios, y que ya no están. La impresión que me dio en esta visita, es que Biescas es una población triste que languidece poco a poco. Cierto que estamos en un periodo de pandemia que todo lo hace más difícil, pero el Lidl al que fuimos nosotros a reponer hace veinticinco años, ya no existe. Un domingo a las cinco de la tarde tenía todos sus bares cerrados, y entre las calles semidesiertas, vimos tres o cuatro hoteles cerrados y con el cartel de venta, ocupando unos edificios que aparentaban bastante tiempo abandonados.

 

Esta es una historia personal e intrascendente. Una historia de un día de hace veinticinco años, en el que, lamentablemente, 87 personas como cualquiera de nosotros, nuestras familias y amigos, se quedaron en el camino. 






sábado, 8 de mayo de 2021

Historias de la Nueva Era: El circo del siglo XXI

“Lo que pasa en el campo, se queda en el campo…” Frase típica de los futbolistas cuando les tiran de la lengua por alguna trifulca durante el partido. Los “apasionados hinchas”, entretanto, se enzarzan en las gradas, quedan para darse de palos a las afueras del campo, e incluso hacen cruce de garrotes y hojas de acero; mientras ellos, los futbolistas, comparten cervezas e incluso mujeres, en lugares discretos, o se abrazan y besuquean cuando se reencuentran vistiendo la camiseta nacional, se ensalzan y bromean sobre las patadas que intercambiaron en el terreno de juego.

La verdad es que no sé muy bien cuándo los políticos se convirtieron en futbolistas, y a nosotros, los vulgares votantes, en forofos suyos; pero ese partido que juegan como mínimo una vez a la semana, donde “el campeón del mundo de lanzamiento de huesos de aceituna”, insultaba “al coletas”, “el niño del postgrado en HardvarAvaca”, y el “españolazo de las mascarillas del ejército”, que se escaqueó de la mili, insultan al “plagiador de la tesis doctoral”, mientras el resto de los componentes de sus respectivas plantillas aplauden como posesos, o patean, silban e insultan a los del equipo contrario. Solo es la previa al desfile de banderas en las calles, donde los seguidores/forofos de unos y otros, se insultan e incluso apalean. Todo ello, no me cabe duda, pensando que ellos son los que tienen la razón, y el resto son el enemigo, los rojos o los fachas.

No voy a caer en la trampa mentirosa del, “todos son iguales”, los políticos son unos sinvergüenzas y sus partidos nos engañan, porque los que tenemos una edad, ya estuvimos bastantes años reprimidos sin partidos políticos, “porque era lo que convenía al pueblo”, y el palo que paseaban, siempre sostenía la misma bandera, pero la verdad es que parece que ese sea el camino al que nos quieren retornar.

La realidad es que el sistema ha convertido a esos partidos políticos y a quienes los representan, en marionetas y meros instrumentos con los que dar forma a los intereses del verdadero poder, los que nunca se presentan a unas elecciones y siempre ganan, las oligarquías del país.

No he querido entrar mucho en esta movida de las elecciones madrileñas, y tampoco en las de aquí, las que se celebraron va ya para tres meses, y que al parecer quieren repetir porque los ciudadanos nos equivocamos al votar; porque me gustaría (intento), salir de la grada de los hooligans y sentarme en una más tranquila para poder ver sin apasionarme. No es fácil desde luego, porque las burradas son muy grandes y seguidas, y las redes sociales no ayudan. Demasiada información, demasiada mentira, demasiada jungla, demasiados insultos personales y a la inteligencia y, sobre todo, mucha facilidad para dar nuestra opinión, como si esta le importase a alguien.

 

He intentado racionalizar lo que desde aquí hemos llamado, más o menos, “lo de Madrid”, y he llegado a una conclusión que seguro no es políticamente correcta.

“Los de aquí no entendemos lo de allí precisamente porque somos de aquí” (tontería número no sé qué de la noche). Aunque la derecha y la extrema derecha se empeñen, este país no se puede mirar desde una óptica de uniformidad, porque somos múltiples sociedades con estilos de vida, cultura, costumbres y anhelos, muy diferentes.

Recuerdo que en un viaje a Madrid fui a visitar a los compañeros que no conocía personalmente, pero con los que hablaba casi a diario por cuestión de trabajo. Se acercaba la hora de salir y me dijeron “espérate que cuando salgamos vamos a tomar unas cervezas a la Plaza Mayor”, “no hace falta –les conteste yo- supongo que lo que tendréis ganas es de iros a casa”. “que va hombre –me contestaron extrañados- siempre vamos cuando acabamos la jornada”.

Yo no entendía nada. En Barcelona teníamos una frase que repetíamos muy a menudo cuando se acercaba la hora de largarnos, “a las tres en la calle estés, y si puede ser antes, mejor que después”.

Parece una simpleza, pero yo lo que entiendo es que, para un madrileño o un andaluz es muy importante esa forma de socializar (no para un catalán, vasco o incluso gallego, aunque mande también allí el PP). Sus prioridades son suyas y no tenemos por qué entenderlas o compartirlas. El “madrileñismo” al que se refiere la anormal de su presidenta, lo forman eso y otras muchas cosas que no entenderíamos, como los toros, la españolidad o vanagloriarse de los atascos.

Si, tienen más contagiados que nadie, más fallecidos, una sanidad que privatizan a pasos agigantados. En Catalunya hace años que la Seguridad Social trabaja con hospitales privados concertados, lo coló Convergencia y nadie rechistó, mientras que en Madrid llevan años de protestas por la pretensión de la Comunidad de hacer lo mismo. Sin desdeñar los boicots por parte de las cloacas del Estado, “nos hemos cargado la sanidad de los catalanes”; no adjudicable a Madrid Comunidad, sino a Madrid-Estado y sus cloacas, para más INRI en manos de un catalán, aunque no ejerza de ello.

 

¿Votan al PP, siendo la Comunidad que menos gasta en educación, en proporción al número de habitantes? Aquí, en Catalunya, hay unas cuantas decenas de escuelas en barracones, y no sé cuántas, pero muchas, subvencionadas, la mayoría religiosas, que segregan a los estudiantes por sexo, raza y condición social. Todos sabemos que es una enseñanza para familias pudientes, que pagan en dos recibos mensuales, uno en concepto de educación, y el resto, de un importe más elevado, como donativo a una fundación religiosa del mismo Centro, para poder cobrar la subvención y que encima sea desgravable. Todo eso, robándoselo a los colegios públicos donde el resto de ciudadanos no pudientes, llevábamos a nuestros hijos.

Nuestros políticos no son muy diferentes, allí tienen al PP de la Gürtel y el tres por ciento (entre otras muchas), y aquí tenemos a la Unió de la sede embargada, el saqueo del Palau de la Música y la Convergencia del tres per cent. Un PSC que ha traicionado sus principios, y lo que es peor, la derecha que, aunque cambie de nombre cada tres años, sigue cortando el bacalao.

 

Nosotros no entendemos porqué la mayoría del pueblo madrileño ha votado a un partido que ha pervertido la sacrosanta palabra “libertad”, convirtiéndola en un coctel de bar, a modo del “cubalibre”, ni el motivo por el que ha preferido votar a un partido que les ha prometido bajar impuestos (un engaño), en lugar de a quien prometía subírselos o, a quien les daba cancha libre para festejar en las calles y llenar terrazas de los bares, en lugar de confinarlos y cerrar esas terrazas. Bien mirado ese PP si ha sabido venderse para ganar, y si añadimos la catalanofobia y la españolidad, se apuntan hasta los fascistas.

Si no entendemos eso tampoco podemos pretender que ellos, orgullosos de “ser España”, entiendan a dos millones de catalanes que se quieran ir o pretendan al menos que les dejen elegir, si quieren seguir perteneciendo a “su” país.

Yo sí que entiendo a esos dos millones de catalanes. Pero no entiendo cómo, mientras la derecha que nos ha mandado, y nos sigue mandando desde el exilio, nos recortaba en educación y sanidad, distrayéndonos con otros menesteres, solo salíamos a la calle unos cientos, o unos pocos miles en el mejor de los casos, de pensionistas y denostados sindicalistas, a protestar; y me preguntaba dónde estaban los dos millones faltantes, a los que al parecer eso se las traía al pairo, porque nos han convencido que es más importante una bandera que la cesta de la compra. El circo del siglo XXI no es la arena de un recinto cerrado, sino otros a los que llaman parlamentos.