En una ocasión vi (a todos nos habrá pasado), un gato que
corría aterrorizado porque lo perseguía un perro. Finalmente, el gato,
instintivamente porque el terror no le permitía valorar la situación, trepó a
un árbol que estaba en su camino y llegó a unos tres metros de altura. El perro
le ladró un par de minutos hasta que, supongo, decidió que o no valía la pena
seguir esperando o que bastante tenía el gato con lo suyo. Efectivamente, el
gato hizo un amago de bajar del árbol, pero lo paralizó una nueva sensación de
terror al descubrir a la altura en que estaba. Esa noche el perro dormía
plácidamente después de haber comido y el gato seguía allí subido en las
alturas, maullando lastimeramente. Quizás en las horas que siguieron al gato le
dio tiempo a plantearse:
¿Qué pretendía el perro al perseguirme, acabar con mi vida o
asustarme?
Acabar con mi vida, aunque entraba dentro de las
posibilidades, no sería tarea fácil porque, aunque es más grande que yo, tengo
mis virtudes, soy felino, más ágil, tengo garras y capaz de saltar y correr más
que él. Seguro que no podría matarlo, pero le haría mucho daño.
Si lo que pretendía era asustarme, la verdad es que lo ha
conseguido, aquí estoy desesperado de hambre e intentando resolver este nuevo
problema.
¿Qué tendría que haber hecho el gato, subirse al árbol o
enfrentarse al perro?, porque probablemente al correr huyendo, el mensaje que
le ha dado al perro es que cada vez que se cruce en su camino va a aterrorizar
al gato; pero si se le hubiese enfrentado se habría llevado unos cuantos
arañazos en el hocico, incluso podía haberle sacado un ojo, y seguramente
cuando se volviesen a cruzar de nuevo, el perro procuraría apartarse del camino
del gato, y aunque le gruñese intentando demostrar su poder, intentaría
mantener las distancias porque había aprendido que el gato no se iba a subir a
un árbol.
Lo cierto es que ese gato, no sé si está esperando que venga
alguien a bajarlo del árbol, porque está condenado a subirse a uno cada vez que
lo persiga un perro.