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sábado, 28 de abril de 2007

Y Dios, o sea yo, se hizo Winston: Génesis


Miraba las hormigas junto a mis pies, mientras esperaba sentado en un banco de la rambla Badal. Eran unas cuantas decenas que se movían nerviosamente sin un objetivo claro en apariencia. Unas manchas sobre el cemento congregaban grupitos frenéticos sin entender exactamente qué es lo que pretendían extraer de ellas. Mi atención no era curiosidad científica, simplemente controlaba que no se subieran por mis zapatos.
El tedio de la espera lo cubrió mi mente con extraños pensamientos. De pronto vi aquellos bichos como una evolución de su especie, negras, de pequeño tamaño, pero de cuerpos rechonchos y compactos, corrían a una velocidad endiablada. Recordaba que cuando era pequeño, en Finestrelles, las habituales eran unas hormigas también negras, pero dos o tres veces mayores que estas, de largas patas y no muy rápidas. Precisamente su tamaño hacia que no fuese difícil acabar con ellas; aunque no eran hormigas domesticas pues raramente se las veía en las casas y sus nidos los construían en la tierra. Recordaba las interminables filas acarreando grano y semillas, como porteadores bananeros de las Antillas.
Junto a estas no era raro encontrar otras, negras y rojizas, de enormes cabezas sosteniendo dos grandes mandíbulas que cuando se cerraban sobre la piel podían dejar hasta marcas sanguinolentas. A mi amigo Sebastianin, que nos sorprendía con sus experimentos científicos, le gustaba agarrar una de estas, arrancarle las patas y dejarla sobre las vías de su tren eléctrico, que viajaba sobre un círculo de apenas treinta centímetros, para ver como las decapitaba a su paso. También se encontraban unas rubias, pequeñitas, que sin embargo no eran muy habituales.
Con el paso de los años las hormigas negras casi parecieron dejar de existir, siendo aquellas rubias pequeñitas las que se convirtieron en una plaga doméstica, pero ahora eran estas de la rambla Badal las que habían tomado el lugar de aquellas, siendo las más comunes de encontrar, sobre todo en la ciudad.
Una masa compacta de la ceniza de mi cigarrillo voló hacia el grupo de las hormigas. Una de estas se abalanzó sobre ella intentándola arrastrar, al poco apareció otra, y otra más, intentando hacer lo mismo. Yo no salía de mi perplejidad, ¿Qué coño pretendían hacer con la ceniza del Winston? Un rayo de luz atravesó mi mente privilegiada, quizás alimentada con las enseñanzas científicas de Sebastianin. ¿Sería que aquellas hormigas, además de su constitución y velocidad, habían evolucionado hasta tal punto que conocían los beneficios del fuego? Me las imaginaba dentro de las cavernas de sus nidos, danzando en torno a una hoguera, mientras otras asaban las patas de cucaracha previamente atravesadas con unos palos que hacían girar sobre el fuego. Hormigas sudorosas medio borrachas del licor que extraían de las semillas fermentadas, haciendo cola para fornicar con la reina.
Quizás estas hormigas seguían los conductos de la evolución del ser humano. Ellas serian quienes dominarían la tierra dentro de cientos o miles de años. Hormigas arqueólogas que investigarían su propia evolución, sorprendidas al descubrir partes de cadáveres de aquellas hormigas negras de largas patas que, quizás, denominarían hormigus collçerolensis, por el lugar donde fueron encontradas. Luego enlazarían la evolución con los restos más recientes de la hormigus rubia montañealensis, encontradas cerca de las otras, pero con unas décadas de diferencia.
Si estas hormigas conocían los beneficios del fuego, por un momento me sentí dios y pensé en darles un empujoncito en su evolución natural, así que lancé la colilla de mi cigarrillo donde se encontraba el grupo, ahora algo más disperso. Una hormiga comenzó a moverse, visiblemente dolorida cerca de la cabeza candente; poco más allá otra congénere sufría de las mismas convulsiones, estaba claro que, aunque no había sido mi intención, habían resultado fatalmente heridas por mi intervención divina. Ambos animales se arrastraban en estertores, acercándose, ante mi desconcierto, al objeto asesino y también entre ellas. Consternado observaba como cada vez estaban más cerca la una de la otra, en lo que me parecía un intento de consuelo común o una señal de amor intentando consumir sus últimas horas juntas, y sin embargo, una vez establecido el contacto de los dos cuerpos, comenzaron una batalla violentísima, se peleaban y separaban entre ellas y la colilla, que yo consideraba un símbolo divino. Pensé que a lo mejor se culpabilizaba una a la otra de haber provocado la ira de los dioses y se acercaban a Él intentando apaciguar su venganza o adorándolo mientras morían e intentaban acabar con quien entendían era la culpable de su ofensa.
Allí en las alturas, desde el cielo finito, buscaba unas nubes o algo que me tapara la vergüenza de mi acción, por la que dos animalitos heridos por el fuego divino, intentaban acabar con la poca vida que les quedaba.
En mi lógica aplastante estas hormigas dominarían la tierra de aquí a unos cientos o miles de años. Las mismas arqueólogas que bautizarían a sus antepasados como las hormigus collçerolenses, probablemente descubrirían los enormes huesos de unos seres larguiruchos que caminaban a dos patas, a los que seguramente bautizarían como los giliposaurios. Unos seres que antes que ellas habrían dominado la tierra, y de los que en parte, se habían alimentado las hormigus rubia montañealensis instalándose en sus hogares, pero que se habían extinguido sin saber muy bien porqué, aunque otros restos coetáneos a su tiempo quizás les darían alguna pista a los científicos, preocupados por averiguar el motivo por el que pese a estar dotados como ellos de apéndices locomotrices, se desplazaban dentro de unos cacharros metálicos con los que al parecer disfrutaban chocando unos contra otros, produciéndose mortales lesiones o que, en lugar de construirse amplios y confortables nidos en los que soportar las inclemencias de la naturaleza, se recluían en duras formaciones exteriores, dentro de pequeños habitáculos donde metían aparatos que les proporcionasen una temperatura artificial a la vez que les iban envenenando el aire.
Los minutos habían pasado y los estertores de las hormigas moribundas se iban espaciando bajo mi mirada divina, después de todo yo tan solo había querido ayudar a la evolución de la especie y aquellas dos muertes se deberían entender como daños colaterales, otros dioses también se habían cargado pueblos como Sodoma convirtiéndoles en estatua de sal, o diezmado a la población egipcia a base de plagas. Tan solo eran eso, daños colaterales; después de todo ser dios tenia estas cosas, como invadir un país para encauzarlos en una democracia cuyos beneficios no llegaban a entender sus ciudadanos, pero que un día u otro comprenderían que esos cientos de miles de asesinados tan solo eran daños colaterales de un bien común.
La colilla del cigarrillo yacía apagada, la mayoría de las hormigas habían ido desapareciendo y tan solo unas pocas quedaban, con aspecto despistado, a su alrededor. Quién sabe si aquellas pocas eran unas privilegiadas, las fundadoras de una nueva religión adoradora de la colilla Winston, aquellas sobre las que se edificaría mi iglesia y dentro de unos miles de años, reproducirían ese objeto al que podrían revestir de mil maneras y organizar sentidas procesiones en el mes de abril.
Cuando me alcé para marcharme, a lo mejor influido por la mayor perspectiva celestial bajo la que se veían aquellos animalitos como minúsculos e informes objetos oscuros, me sentí más cerca del Vaticano, la Meca e incluso del rancho de Houston.