Historias de la Nueva Era: Los sonidos del confinamiento
El piar de los gorriones, el gorjeo de las tórtolas y
palomas, el graznido de las urracas y las gaviotas, el zumbido amenazante de
una avispa, el del moscardón, el sonido de las campanas de la iglesia de
Esplugues dando las horas… De repente, hace unas semanas ya, la gran maquinaria
que parece ser el engranaje y mover el mundo, se paró, el del tráfico, sobre todo
procedente de la autopista, el de los aviones pasando continuamente sobre
nuestras cabezas… ese ruido constante que engulle los sonidos y que, a fuerza de
acostumbrarnos, solo nos damos cuenta de su existencia cuando desaparece.
Hoy han asimilado los derechos de los niños a los de los
perros. Desde hoy es posible sacar a pasear a un niño, igual que hasta ahora
podíamos hacer con los perros, es más, incluso se pueden llevar sin sujetar a
la correa.
Esta mañana, se juntaron tres o cuatro familias, con sus
correspondientes niños, en el cruce de la calle de abajo, parecía que todos
hablaban a la vez, ansiosos y excitados. Obviamente, no había sido un encuentro
casual. De pronto, una pareja con un par de niñas, igual que el resto
aparentando no llegar a la decena de años, apareció por la cuesta, y cuando se
reconocieron con las otras niñas, todas gritaron con un espontaneo delirio corriendo
a abrazarse a sus amigas. Continuaron con sus gritos y también hablando
atropelladamente a la vez. Tenían mucho que contarse, y alguien nos tendrá que explicar
alguna vez, qué o quién, es lo que ha dirigido sus decisiones.
A lo largo de la mañana, sobre todos esos sonidos que contaba
más arriba, se ha impuesto el de la chiquillería que subía hasta aquí con sus
familias, corriendo calle arriba y abajo, como hace semanas no podían hacer, o
de excursión por el camino y carretera de las aguas. Era previsible que el
destino para disfrutar de esta libertad de segundo grado, iba a ser la montaña
y, probablemente porque en mi niñez no existía la autopista, y porque ahora,
provisionalmente, ha desaparecido ese ruido, yo también he recuperado aquel
sonido que venía de las laderas de Sant Pere Martir, en días como “el entierro
de la sardina” o “el de la tortilla”, cuando en los colegios se daba fiesta o
se organizaban excursiones, y también la montaña adquiría ese sonido juvenil.
Durante el día he escuchado y visto en redes y medios, a
gente que, sin duda de buena fe, se quejaba de que se hubiese permitido salir a
los niños y adultos que los acompañan, a las calles. También de quienes
aprovechaban la ocasión para salir, aunque no tuviesen “justificación”.
Argumentan que no iban a respetar las normas, que nos ponen a todos en peligro,
que así no íbamos a poder parar esta pandemia, que en pocos días volverían a
crecer los infectados y nos volverían a encerrar… y naturalmente, vuelven a
crecer los llamados “policías de balcón”, esos que, aunque nos cueste
reconocerlo, hemos sido o somos todos, por acción o pensamiento, quizás por el
sentimiento del mal de muchos consuelo de tontos, o lo que es lo mismo, si yo
me quedó en casa, por qué tienen que salir esos espabilados.
El fascismo, nazismo y/o totalitarismo, según mi escaso
conocimiento, utiliza el medio sociológico de buscar la complicidad de los
ciudadanos para conseguir sus fines. Que la población controle a la propia
población. Intenta que todos sus afines vistan y tengan una misma estética para
diferenciarlos de sus enemigos. Inocula el sentimiento de la patria como la
iglesia que nos une. El que no está conmigo está contra mí, y lo que es peor,
contra nuestro país. Así, los ciudadanos pasan a ser cómplices, delatores,
jueces y verdugos. Para todo esto es necesario encontrar un enemigo común, y sobre
todas las cosas, el miedo. Infundir el miedo en la población.
Yo no voy a decir que vivamos en un estado, país o nación (da
igual cual), fascista o totalitario. Pero tampoco voy a decir que no.
Gerifaltes del ejército, guardia civil y policía han estado
compareciendo en las pantallas de televisión casi diariamente, hablando de
guerras, enemigos, batallas… para contarle al pueblo (amenazarlo), refiriendo
detalles de detenciones de gentes que se “saltaban” el confinamiento, acosos
desde los helicópteros y arrestos, y cuando no tenían nada que contar, sobre el
requisamiento de limones y naranjas robadas.
Entre tanto, su gente campa por las calles aterrorizando a los
ciudadanos con casi un millón de multas, cuando no pillándolos apaleando
directamente a transeúntes. Resultado, miedo al coste económico y al daño
físico.
El éxito de su táctica es indiscutible según los principios
totalitaristas, cuando son jaleados por esos “policías de balcón”, cuando los
de uniforme apalean y detienen a algún “rebelde”.
Esa gente, los “servidores del estado”, además, se jactan de
controlar las redes y los medios de comunicación. Resultado, miedo a
represalias e imposición de autocensura.
La coordinadora “25-S” quiso hacer una manifestación hace
unos días, para protestar por las directrices de Marlaska y contra la “ley
mordaza”, pero no fue autorizada “por cuestiones de seguridad y para evitar contagios”. Se vigilan, censuran, castigan las opiniones
de los ciudadanos, y de paso, se cargan sus derechos fundamentales.
Si no es un régimen totalitario se parece mucho.
Nos responsabiliza a los ciudadanos, a los que incumplen sus
mandatos, de ser los causantes del caos, el contagio, saturación de hospitales
y finalmente, del número de muertos (suelen utilizar el “fallecidos” porque
parece tener menos impacto en el subconsciente).
Los de aquí, allá y acullá, se escandalizan, en un postureo
indignante, del gran número de ancianos fallecidos en las residencias, cuando
todo el mundo sabe que ese ha sido uno de los grandes negocios del sector
privado. Ancianos (en genérico) abandonados a su suerte en centros con personal
insuficiente, sin médicos ni sanitarios, dándoles bazofia para comer y siendo
víctimas de maltratos en bastantes casos. Todo ello con la Administración, y
muchas de sus familias, mirando para otro lado y ahora haciéndose los
indignados cuando las miserias salen a la luz. Lo mismo que el mundo (los
alemanes también), poniéndose la careta del horror cuando salieron a la luz las
imágenes de los crímenes en los campos de concentración nazis, como si no
hubieran sido conscientes cuando sucedía.
Mientras tanto, todos nosotros asumiendo como cómplices el
asesinato de estas personas, que no fueron llevadas a un hospital para que no
ocupasen plazas de otras más jóvenes, a las que se suponía tenían más
posibilidades de sobrevivir a la enfermedad, quizás porque a ellos el sistema
ya los daba por amortizados. Para completar el desprecio a su vida, sus muertes
ni tan siquiera fueron contabilizadas.
Ahora, por su seguridad dicen, los tienen confinados en sus
habitaciones sin poder salir de ellas, ver el exterior, ni juntarse con otros
residentes. Nadie les ha preguntado si prefieren morir recluidos en una celda
sus últimos días, o como personas libres y dignas, de hecho, muchos y muchas,
ni siquiera parecen vivir ya en este mundo, pero todos, los hijos del hambre de
la posguerra, se van a ir en el anonimato de un número y sin poder despedirse
de sus familias.
En la crisis del 2008 salieron economistas como setas.
Radios, televisión, prensa escrita, las tertulias, se los rifaban y ellos nos
sermoneaban desde sus pulpitos, algunos incluso atribuyéndola a los ciudadanos,
por “haber estirado más el brazo que la manga”, porque nos dijeron que podíamos
acceder a todos los bienes que el capitalismo nos ofrecía y nos lo creímos.
Proclamaban lo que había que haber hecho y lo que había que hacer.
No quiero ejercer de “Capitán Aposteriori”, pero ahora
aquellos economistas, ya casi en paro, son los científicos. Los expertos nos
invaden y dicen una cosa y la contraria incluso en el mismo día. Por no hablar
de los iluminados que nos quieren inocular desinfectante u otros brebajes.
Asumo que esto supera sus conocimientos y desde luego no me quiero sumar a esos
indeseables, para los que todo se está haciendo mal, y sus propuestas son
corbatas negras, banderas a media asta, monumentos al soldado caído o
incineraciones sumarísimas en el Valle de los Caídos. Yo no sé lo que hay que
hacer ni como, pero tampoco me pagan para eso, ni tan siquiera para pensar,
pero si pido, deseo, exijo, que los culpables de muchísimas de esas muertes,
los que se cargaron la sanidad, los que cambiaron una noche la Constitución
para asegurar que primero se pagase la deuda, y si quedaba algo, se dedicase a
los gastos sociales (sanidad, entre otros), pidan perdón. Que pidan perdón a la
sociedad y dejen de culparnos de las muertes “por salir a la calle”, y después
de eso, ya que su nueva amenaza es un rebrote y “que se colapse el sistema
sanitario”, se dediquen a preparar los medios, hospitales, material y personal
suficiente. No tienen excusa, porque ya saben lo que hay.
Supongo que nadie habrá tenido paciencia suficiente para
llegar hasta aquí, pero si lo has hecho te doy las gracias por haber sido capaz
de sufrir esta cháchara de bar que no tienes porqué compartir ya que solo son
mis neuras, pero es que hoy no tenía ganas de contar esas cosas de mi vida, la
de los recuerdos, lo cotidiano y lo intrascendente, porque el día empezó con la
fotografía y el grito conmovedor de unas niñas al reencontrarse con sus amigas,
mostrando la triste realidad de lo que las televisiones han intentado disfrazar
y esconder, poniendo videos de niños “disfrutando” del confinamiento en sus
domicilios, y acabó con dos patrullas de la policía pidiendo la documentación a
un señor y su hija que iba en patinete, y sancionando (aparentemente, no lo
sé), a un par de jóvenes que bajaban de correr por la montaña. Por cierto,
agentes sin mascarilla.
Lo único cierto, es que hoy unos millones de pequeños seres
han dormido soñando con su patinete, bicicleta, balón o el reencuentro con sus
amigos, y con la ilusión de haber vuelto a su mundo, el que le hemos robado los
mayores.