Historias de la Nueva Era: El Domingo de Ramos (Desconfinando la memoria)
Hubo un tiempo en que “el día de la palma” era una fecha
marcada en el calendario. Era la España del nacional-catolicismo, pero
mayoritariamente (por lo que puedo recordar), la fecha era especial, no por las
cuestiones religiosas, sino porque en la mayoría de familias ese día era una
especie de “presentación en sociedad” para el nuevo año, después de meses de
braseros y sabañones, cobijados en las casas. Con unas economías muy limitadas,
era habitual que se adquiriese alguna prenda nueva, en el mejor de los casos, o
las madres hiciesen un vestidito o pantaloncitos para los niños, “esto para estrenar
en la palma”, se decía. Naturalmente una o dos tallas de más, igual que los
zapatos, para intentar solventar “el estirón” y que durasen al menos un par de
temporadas. No eran tiempos de muchas fiestas y alegrías, por lo que ese día
recuerdo que se esperaba con ilusión, como una buena excusa para juntarnos con
los amigos.
Los vecinos del barrio acostumbrábamos a peregrinar al
monasterio de Pedralbes, a apenas dos kilómetros, caminando, porque las dos
líneas de autobús que pasaban por allí, el SJ y el BC, tardaban más de una hora
en pasar y lo habitual era que ni tan siquiera parasen, porque solían ir
completos en días y horas señalados.
En aquellos años, finales de los cincuenta y principios de
los sesenta, la iglesia del monasterio se ponía a reventar, por lo que había
más gente fuera que dentro, pero en realidad eso era lo de menos. Cuando
acababa la ceremonia, salía el cura y bendecía las palmas y palmones. Las niñas
bien, llevaban unas palmas alambicadas, con una forma parecida a los farolillos,
de las que colgaban toda clase de chismes de caramelo, en forma de rosario,
bastones, ristras de ajos, juguetitos… Los palmones de los niños, básicamente,
eran una competición de “a ver quien la tenía más larga”, y se adornaban con
guirnaldas navideñas y algún patético lazo en la punta. Una vez bendecidas, se
realizaban las pertinentes fotografías en los jardincillos del entorno, y
entonces, bastantes niños se dedicaban a golpear los palmones contra el suelo,
para desmocharlos y algunos destrozarlos casi por completo. Otros más ñoños,
como yo, procurábamos resolver las peleas con quienes pretendían quitártelas
para desmocharlas, e intentar que llegasen salvas a casa, donde permanecían
todo el año, secándose, atadas a lo largo en la parte exterior de la terraza.
Luego, vendrían los días y horas de tétricos curas vestidos
de negro en una televisión en blanco y negro, de la repetición año tras año, de
Fray Escoba, Marcelino Pan y Vino, de gentes procesionando tras figuras, que
parecían sacadas de una película sado-masoquista, encapuchados, encadenados,
lacerándose la piel y destrozando sus pies descalzos, el olor a cera y
naftalina, la oscuridad, mucha oscuridad… pero esa, es otra historia.
Esos son solo parte de mis recuerdos de esa festividad, pero creo que no deben de ser muy diferentes para una generación que si por algo nos distinguimos, era por la uniformidad a la que fuimos sometidos.
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