Historias de la Nueva Era: Hubo un tiempo en que todo era más oscuro
El frio era más frio, los sabañones en orejas y otros
apéndices, las extremidades enrojecidas de “cabritillas”, formaban parte de la
geografía infantil.
El viento soplaba más fuerte y ululaba dentro de las casas.
La lluvia mojaba menos, o al menos nos importaba menos
mojarnos, porque un paraguas era un artículo a mantener para toda la familia.
Las velas eran imprescindibles en las casas, y la
electricidad casi una bendición intermitente, en unos hogares donde solo alimentaba
bombillas de luz incandescente, amarillenta, débil y de escasa duración.
Las calles, durante las noches, apenas eran iluminadas por ocasionales
postes de madera, donde se sujetaban aquella especie de platos de porcelana que
protegían una bombilla, cuyo mantenimiento hacía un operario, escalando el
poste con una especie de crampones semicirculares, que ataba a los zapatos con
cinchas de cuero.
Fuera, al anochecer, la atmosfera se impregnaba del toxico hedor
del picón, aquel carbón mineral que algunos recogían junto a las vías del tren
(las maquinas a vapor de los trenes) para venderlo, quemado en los braseros que
se metían bajo la mesa camilla, en las frías noches de invierno (familias
alrededor de la mesa camilla)
Las lentejas, antes de cocinarlas, había que expandirlas
sobre la mesa para retirar las piedrecillas que contenían.
Los gorgojos eran un complemento más que casi formaba parte
de la alimentación.
Pateras metálicas que llegaban a las estaciones de Francia y
la del Norte, cargadas de hombres que huían de la miseria y el hambre,
agarrando bajo el brazo una maleta de cartón asegurada con cuerdas, embutidos
en su único traje, que habían guardado para los domingos y como mortaja cuando
llegase el día, con la esperanza de encontrar un jornal y poder traerse a la
familia.
Pisos compartidos por varias familias. Habitaciones de
alquiler.
El primo Antonio, que también llegó del pueblo, zurrón al
hombro, gorra y camperas, huyendo del mar, de la piel y los pulmones quemados
por el salitre de los barcos de pesca de Tarifa.
Manos llagadas de cavar zanjas junto a las carreteras. Manos
quemadas y los huesos retorciéndose en una prematura artrosis de los yeseros.
El cuerpo y el alma destrozados de los destajos de los encofradores. Un eslabón
en la cadena de la fábrica automovilística.
La esclavitud de las fábricas y la conciencia de obrero,
aunque llevase traje y corbata.
La fiambrera envuelta en una servilleta, para la comida fría
del medio día.
Las radios de galena, y ya con posibles, aquellos aparatos de
condensadores, lámparas y bujías.
El “parte” de las diez de la noche. Reminiscencias de la
guerra civil.
La “señora Francis” y el amor y servidumbre cristiana de la
mujer hacia el hombre.
Los guateques, aquellas fiestas de baile privadas, al compás
del vinilo de 45 revoluciones del Dúo Dinámico, Doménico Modugno, Adriano
Celentano… José Guardiola, versionando en castellano las canciones extranjeras,
que el Régimen limitaba para su radiodifusión. Jóvenes en traje, y chicas vestidas
de domingo, bailando el twist e imitando las imágenes que envidiaban, de una
sociedad lejana, vista en las películas llegadas de fuera.
El tiempo pasaba más despacio, porque había menos cosas externas para llenarlo y porque todo se movía a menor velocidad. Carreteras estrechas, bacheadas y, a menudo, contorneadas por plátanos que descansaban su sombra en ellas, y en otoño las alfombraban con sus hojas perdidas.
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