Hámster era un precioso ratoncillo blanco. En la estancia
donde vivía tenía comida de sobras, disponía de una confortable cama de mullido
algodón e incluso una pequeña noria en la que pasaba la mayor parte de su
tiempo, divertido dando vueltas. Hasta donde alcanzaba su memoria siempre había
vivido allí, aquel era su mundo y jamás se le ocurriría pensar que pudiera
haber algo distinto.
Un día, hámster se encontraba dando tumbos en un peligroso
equilibrio sobre su noria, cuando le pareció ver dos figurillas que se movían
cautelosamente un poco más lejos, bajó al suelo y los miró detenidamente; eran
dos seres muy parecidos a él, por lo menos a las partes de su cuerpo que
conocía por alcanzarlas para mordisquearse y limpiar; su pelo era de otro color, pero incluso percibía su mismo olor. Hámster movía el hocico mucho más deprisa
de lo normal, inquieto por la presencia de sus congéneres Estos olfateaban todo
lo que encontraban a su paso, se acercaron un poco más y él quedó como
petrificado por el miedo que le producía aquella inesperada aparición.
"¿Como pude ser tan tonto como para no pensar que yo no era único?",
se martirizaba Hámster. Los dos ratoncillos dieron una última vuelta y luego se
dirigieron raudos hacia un agujero por donde desaparecieron. El ratoncillo
blanco se sintió como si despertase de una pesadilla. "¡Esperadme, voy con
vosotros...!" -gritó-. Entonces dio un salto hacia adelante, pero algo le
impidió el paso, un objeto duro y frío le golpeó en el hocico, era un barrote.
Se fue hacia la izquierda, a la derecha... por todas partes le ocurría lo
mismo; anonadado, se sitúo en el centro de su casa y miró a su alrededor, por
primera vez se dio cuenta de que estaba rodeado de barrotes... ¡Estaba en una
jaula!...
Los siguientes días ya no fueron lo mismo para Hámster, la
noria dejó de dar vueltas definitivamente y ya no tenía apetito, tomó consciencia de su falta de libertad y su
existencia, que un día confundió con la felicidad, dejó de tener sentido...