Fui hundiendo lentamente el trozo de bizcocho en mi humeante
vaso de leche, mientras el sol se ponía en el horizonte sin haberse mostrado en
todo el día, escondido tras aquella baba grisácea y pegajosa que cubría el
cielo.
Desde el comedor llegaba el runrún de la radio y observé como
el bizcocho se embebía la leche, absorbiéndola lentamente y aumentando su
volumen en la misma proporción.
Me puse trascendental y pensé que la leche era la vida y el
bizcocho mi cerebro que se empapaba de su sabiduría. Poco a poco me sentía
crecer y me vanagloriaba de los conocimientos que iba adquiriendo. Débiles
puntos de luz iban apareciendo entre la neblina, detrás de los cristales de la
ventana de la cocina.
Bajé la vista hacia mi bizcocho y me quedé consternado
viéndolo desecho en una mezcla pastosa en lo que antes era leche. De repente me
asusté, miraba el resto seco que aun mantenía entre los dedos, luego otra vez
el vaso y pensé que estaba equivocado, que era la vida el monstruo que se
alimentaba de nuestra sabiduría, absorbiéndonos el cerebro.
El otro trozo me lo metí seco en la boca y, una vez allí, le
hice sitio para el sorbo de leche. No estoy de acuerdo con las cosas de la vida
y ya que tenemos que hacer el mismo camino, por lo menos lo haremos como iguales.