Historias de la Nueva Era: 1996 Cuando el cielo se deshizo sobre Biescas (Desconfinando la memoria)
Durante la década de los noventa, las dos familias de
Barcelona, la de Madrid y la de Sevilla, decidimos tomarnos un par de semanas, cada
agosto, para ir juntos de camping. Se daba, y se da la circunstancia, de que
teníamos dos hijos cada uno, las primeras niñas y los segundos niños, y ambos
grupos de edades similares. Pensábamos que era una buena manera de que, sobre
todo los primos, conviviesen unos días para afirmar unos lazos familiares
complicados por la distancia.
Ese año 1996 el destino elegido fueron los Pirineos de Huesca,
donde habíamos planeado hacer excursiones por los valles de Ordesa, Pineta y el
Cañon de Añisclo, entre otros. Barajamos varios campings de la zona, teniendo
en cuenta que nuestras prioridades eran, que admitiesen perros (los de Barcelona
llevábamos uno cada uno, aún casi cachorros), no muy grande (por el tema de los
niños), que tuviese un rio “bañable” en las cercanías, y naturalmente, el
precio. Finalmente nos decidimos por el “Jabalí Blanco” situado en Fiscal, casi
en lo que sería el vértice de nuestros objetivos previstos.
Las dos familias de Barcelona llegamos unos días antes, y
como ambos teníamos vehículos “4x4”, nos dedicamos a visitar pueblos
abandonados, a los que se llegaba por pistas de tierra que los hacía casi
inaccesibles.
El primero de agosto ya estábamos las cuatro familias
disfrutando juntos de un entorno encantador, pleno de barrancos y torrentes
donde refrescarse.
El 7 de agosto de 1996 asomó esplendoroso como todos los días
anteriores, y después de desayunar, los hombres decidimos ir a Biescas a
comprar una rueda para la bicicleta de Rocío, que se había roto, y al Lidl de
esa población, a reponer la despensa para tanta tropa.
Tras comprar la rueda llegó la hora de las provisiones,
lácteos, cervezas, productos frescos, cervezas, legumbres cocidas y pastas,
cervezas, desayunos, cervezas, refrescos, cervezas…
Al salir de la ciudad para incorporarnos a la carretera
nacional, frente a nosotros, la muralla natural pirenaica parecía casi
aplastada bajo una espesa y amenazadora capa de nubes, tan oscuras que parecían
negras. Nos habíamos entretenido más de la cuenta y temimos que aquella amenaza
de tormenta nos pillase en el camino de vuelta.
Ya en las afueras, una imagen que, debido a los hechos
ocurridos esa misma tarde, se fijó en mi memoria como un fotograma. Junto a la
carretera el cartel de un sol sobre una tienda de camping, “Las
Nieves-Camping-1ª Categoría”, un riachuelo encauzado con calzadas escalonadas, en
cuya cercanía jugaba una decena de niños y, a su espalda, tras el cercado y
bajo la arboleda, se adivinaban algunas tiendas y roulottes de los más de
seiscientos campistas que posteriormente supimos que lo ocupaban.
Casi no habíamos dejado atrás la población, cuando empezaron
a caer gruesas gotas de lluvia, sin embargo, en seguida paró, y pese a que el
tiempo seguía amenazando tormenta, esta no acababa de romper. Tras la comida,
las mujeres decidieron irse en un coche a Broto para comprar unas sudaderas de
recuerdo y aprovechar para merendar. Yo me metí en la tienda a dormir la
siesta.
No recuerdo la hora exacta, pero debería ser sobre las cinco de
la tarde, cuando un enorme trueno me cortó el sueño de raíz, y tras él, un
aguacero que parecía iba a perforar la lona de la tienda. El resplandor de los
rayos y posterior trueno, enlazados unos con otros, parecían estallar allí
mismo, y pese a que la lluvia no arreciaba, decidí que, era menor el riesgo de
correr hasta el bar del camping, a apenas una cincuentena de metros, que
permanecer en un lugar donde tenía la impresión de estar a la intemperie, con
el riesgo, que cada vez tenía más cierto, de que iba a entrar agua por todas
partes, y el cielo, como temían los galos de Asterix, caería sobre mi cabeza.
Empapado, entré en la sala del bar, donde me encontré con el
resto de la familia excepto las mujeres que aún no habían regresado de Broto.
En la televisión, cuya imagen iba y venía, estaban dando alguna prueba de las
olimpiadas de Atlanta, aunque nadie le prestaba atención. La luz se fue unas
cuantas veces y los niños gritaban divertidos, como si estuviesen asustados
cuando eso sucedía, o disimulando su susto de verdad.
Al poco rato llegaron las mujeres, excitadas, comentando que,
cuando estaban en el pueblo, empezó la tormenta y se fue la luz varias veces,
hasta que ya no volvió, y el miedo que habían pasado en la carretera bajo la tempestad,
y el aguacero que había arrastrado restos de vegetación a la calzada,
convirtiéndola en un torrente sobre el que destellaban continuos rayos;
mientras, la conductora, con poca experiencia, se lamentaba de que no iba a ser
capaz de llegar, y las otras la animaban disimulando sus verdaderos
sentimientos. También nos contaron que al cruzar el puente sobre el rio Ara, el
nivel había subido tanto que parecía lo iba a sobrepasar.
Se suponía que por la hora todavía debería haber incluso sol,
sin embargo, la negrura era como la del anochecer, agravada por la falta de
electricidad.
Poco a poco la lluvia fue arreciando, la tormenta se alejó, y
como era lógico, la temperatura bajó de golpe. Entonces nos dimos cuenta del
ruido que llegaba desde el rio, que pasaba a poco más de un centenar de metros
del camping. Con una linterna, puesto
que la oscuridad era ya absoluta, nos acercamos al puente y, efectivamente, el
metro a lo sumo, del nivel de agua que habíamos visto hasta entonces, había
crecido tres o cuatro veces, e incluso por las marcas que había dejado, parecía
que ya estaba bajando el nivel, pero no el ruido y la velocidad de las aguas,
que arrastraban ramas de árboles y todo lo que habían encontrado a su paso. Un
escalofrío me recorrió la espalda. El día anterior habíamos ido de excursión unos
kilómetros rio arriba, el nivel del agua apenas si llegaba a la rodilla y en
una isleta en medio del cauce, dos jóvenes habían acampado con una pequeña
tienda.
En la noche retumbaban sonidos de helicópteros, que no
alcanzábamos a ver, pero no nos parecía normal, y si muy inquietante. Por
entonces los móviles eran Moviline y, aunque la cobertura en la zona no era muy
buena, esa noche sí que no había manera de poder comunicar, pensábamos que por
efecto de la tormenta que habíamos sufrido.
Volvió la luz y alguien, que había ido al bar del camping,
nos dijo que en la tele habían dicho que el camping Las Nieves de Biescas,
había sufrido inundaciones. En un pequeño transistor que llevaba, las noticias,
con muchas interferencias que las hacían casi ininteligibles, hablaban de
posibles fallecidos y que los equipos de rescate habían pedido que no se
utilizasen los móviles, para no colapsar las comunicaciones. Entonces empezamos
a darnos cuenta de que aquello podía ser más grave de lo que suponíamos, y más
cuando, pasada la media noche, nuestras familias lograron comunicar con
nosotros, después de varias horas de intentarlo, asustados, porque sabían que
estábamos en esa zona. Ahí ya nos enteramos que el camping donde ese mismo día
las familias disfrutaban de sus vacaciones, había sido borrado del mapa en
pocos minutos.
Nuestra vida continuó, aislándonos como siempre pretendíamos en
lo posible, de una actualidad que quedaba muy lejos en una época sin internet,
y por tanto sin redes sociales, por lo que tal y como teníamos programado, un
par de días después fuimos de excursión al Valle de Ordesa. En los arcenes de
la carretera se acumulaban restos de vegetación y piedras arrastradas por los
torrentes. El Parque estaba exuberante. La cascada de La Cueva parecía
tropical, el agua caía con fuerza, y salpicada en miles de partículas, llenaba
el aire a su alrededor. También las Gradas de Soaso y la Cola de Caballo, al
pie del Monte Perdido.
Al día siguiente nos llegamos hasta Plan (el pueblo que se
hizo famoso por organizar la primera caravana de mujeres), y al entrar en una
librería para adquirir algún suvenir, vimos las portadas de los periódicos,
donde se hablaba ya de más de ochenta fallecidos. Creo que en ese momento nos
hicimos una idea de la gravedad de la tragedia.
Desconozco el motivo, quizá alguna noticia o referencia de la
que no somos conscientes, pero si son captadas por el inconsciente. El caso es
que hace poco más de dos meses, la memoria me abordó con el recuerdo de aquella
tragedia, incluso antes de “saber” que este año se cumplía el veinticinco
aniversario.
Veinticinco años en los que, quienes nos juntamos allí, nunca
hemos hecho referencia a esos días, que no haya sido entre las mujeres a su
“aventura” automovilística.
Consulté la “Biblioteca de Alejandría” de la nueva era. Las
hemerotecas y noticias de entonces y las que se iban produciendo en los años
posteriores, que Internet pone a nuestro alcance. Comprendí la injusticia de
considerar a los 87 fallecidos como una tragedia, pues cada uno de ellos son
una tragedia en sí mismos. Huérfanos, familias enteras, hijos arrancados de los
brazos de sus padres, abuelos sin nietos, amigos sin amigos…
La tragedia, arrastrada con los años por la miseria de gobiernos
(estatales, autonómicos y locales), que se negaban a asumir sus
responsabilidades. Pleitos y más pleitos judiciales para que otorgasen una
indemnización que, en ningún caso podría paliar el dolor de los supervivientes,
pero hiciese algo de justicia por haber legalizado la instalación de un camping
en el cauce de un rio. El presidente Aznar y el rey ahora huido, no perdieron
el tiempo en pasearse entre los despojos, rodeados de fotógrafos como en su día
el baño de Fraga en Palomares, pero las escasas indemnizaciones que finalmente
se otorgaron, tuvieron que hacerlas obligados por los tribunales europeos a
quienes habían recurrido algunas de las víctimas.
Quizás por esas tonterías a las que se dedica el cerebro de
los jubilados, una vez liberados de las obligaciones del día a día, me
empezaron a asaltar algunas preguntas ¿Por qué continuamos nuestra actividad
diaria casi como si nada hubiera pasado? ¿tan insensibles éramos como para no
sentir como nuestra, la tragedia de unas personas que, como nosotros, solo
pretendían pasar unos días de descanso y diversión con sus familias, en
comunión con la naturaleza? ¿En ningún momento nos planteamos dar por acabadas
las vacaciones y volver a casa? No tengo respuestas y tampoco alguno de los que
también estuvo y he preguntado.
El siguiente paso fue explorar aquellos parajes a través del
inevitable Maps, y de repente no entendía nada, porque o la memoria me estaba
haciendo una jugarreta o me había montado una película de fantasía. Pongo la
ruta de Fiscal a Biescas en el Maps y me salen 41 kilómetros y además a 23
minutos Sabiñanigo ¿Por qué fuimos a buscar la rueda y hacer las compras a
Biescas, si Sabiñanigo es una población más importante y más fácil encontrar de
todo? ¿Cómo era posible que tuviese tan claras las imágenes del camping Las
Nieves a mi izquierda y las primeras estribaciones pirenaicas, bajo aquel cielo
cubierto de negras nubes, frente a nosotros, al salir de Biescas, si eso era al
norte y la supuesta carretera a Fiscal iba hacia el sur? ¿fuimos tan “idiotas”
que, no siendo una excursión de placer, elegimos ir a Biescas en lugar de a
Sabiñanigo, por la N260 norte, estrecha y de infinitas curvas, por la que se
tardaba veinticinco minutos más?
Este mes, veinticinco años después, aprovechando un puente
en fin de semana, decidimos volver a Fiscal, visitar el camping donde nos
habíamos alojado, algunos de los lugares por donde habíamos “jugado” con
nuestros niños y niñas, hoy ya adultos, y el desaparecido Las Nieves de Biescas,
donde sentía la sensación de tener una deuda pendiente con mi historia
personal.
No recuerdo quién dijo que nunca se vuelve al hogar donde
nacimos. No hace falta que sea el lugar donde nacimos, para que nos resulte
casi imposible reconocer el lugar (de ahí lo de no volver). Veinticinco años
son muchos y muchos los cambios. La N260 sur no existía, de ahí que Biescas
fuera la primera población “importante” que podíamos encontrar. Eso también acreditaba
a mi memoria. El camping Las Nieves quedaba a nuestra izquierda al salir de la
población y las estribaciones pirenaicas frente a nosotros.
En el lugar que ocupaba el camping, tras la valla, solo queda
en pie el edificio de recepción, y en la explanada delantera, ya fuera de la
misma, hay un monolito de hierro oxidado, con el nombre de los fallecidos. Dos
años después de haber instalado dicho monolito, en 2016 que se cumplía el 20
aniversario, se colocó un monumento de tres piezas con distinta simbología, homenajeando
a víctimas, rescatadores y las gentes del pueblo que se volcaron en el auxilio
de los supervivientes, con un hueco que representa el vacío que dejaron.
Repartidas entre la arboleda, 87 rocas de entre medio y un metro de diámetro,
restos de las que llegaron arrastradas por la riada. Una por cada uno de los
fallecidos.
Decía la gente de Biescas que no querían que su pueblo
quedase vinculado para siempre a la tragedia del camping Las Nieves, pero me da
la impresión que, lamentablemente, no lo han conseguido. Durante la temporada
anual que estuvo abierto aquel camping, se supone que pasarían por él miles de
personas. Campistas que tendrían que utilizar a la fuerza sus comercios, y que
ya no están. La impresión que me dio en esta visita, es que Biescas es una
población triste que languidece poco a poco. Cierto que estamos en un periodo
de pandemia que todo lo hace más difícil, pero el Lidl al que fuimos nosotros a
reponer hace veinticinco años, ya no existe. Un domingo a las cinco de la tarde
tenía todos sus bares cerrados, y entre las calles semidesiertas, vimos tres o
cuatro hoteles cerrados y con el cartel de venta, ocupando unos edificios que
aparentaban bastante tiempo abandonados.
Esta es una historia personal e intrascendente. Una historia
de un día de hace veinticinco años, en el que, lamentablemente, 87 personas
como cualquiera de nosotros, nuestras familias y amigos, se quedaron en el
camino.