Ayer por la noche, con los auriculares puestos, sentado en la
terraza del comedor, escuchaba a través del móvil, “Dogs” de Pink Floid.
Mi mente se trasladó a las frías noches invernales de Araca
en Vitoria, treinta y cuatro años atrás.
El cuarto de material de la furrielería estaba en la misma
entrada a la gran nave de los dormitorios de la segunda planta. La estancia
tendría algo menos de tres metros de ancho y algo más de cuatro de largo, tres
de sus paredes estaban ocupadas por estanterías metálicas donde se amontonaban
los correajes de cuero, mantas en verano, colchas de bonito para colocarlas
puntualmente en las eventuales inspecciones del Coronel del CIR, y diverso
material de prácticas y otras inutilidades.
Después del toque de silencio el imaginaria intentaba acallar
las voces que poco a poco se convertirían en lánguidos susurros, mientras que
algunos le vacilaban con imaginarias partidas de ping-pong, imitando el sonido
de la bola y cantando el tanteo en voz alta.
Allí, en el cuartito de la furrielería, arrimados a la vieja
estufa de candentes resistencias eléctricas, en un buró metálico a la luz de
una triste lamparita de mesa, escribíamos cartas a las familias y los amores
separados por la fuerza en la distancia, y peor aún, por un mundo que no tenía
que ver con el nuestro. Un mundo que seguía su curso sin toques de trompeta ni
la repetitiva rutina diaria, pero al que queríamos gritar que aun estábamos
ahí.
En las tinieblas, el rostro aniñado de Mariano diluyéndose
mientras esperaba los efectos de la pastilla de Valium 10 que se chutaba cada
noche, rememorando una y otra vez la inolvidable velada romántica vivida con su
novia entre los arbolitos iluminados por bombillas de colores, en el jardín de
una de las torres que ejercían de bar musical a la falda del Tibidabo; a ritmo
de la empalagosa música de los Indios Tabajara.
Paco Nicás, el gordo de Madrid, que había agotado hasta la
última prórroga por estudios antes de incorporarse, lo miraba con ojos
chisposos, bromeando mientras asomaba y escondía la lengua enroscada, danzando
con la imaginaria música de los Tabajara acogiendo entre sus fuertes brazos a
Estrellita, su delicada novia que lo esperaba para casarse.
Yo era el cabo furriel y Paco mi ayudante, pero además de
Mariano también acogíamos puntualmente a otros acólitos, en esa habitación con
derecho de admisión.
En la parte más alta de una de las estanterías descansaba un
lienzo a medio pintar, que representaba una acción bélica. El incompleto cuadro
era obra de Cesar, un cabo asturiano estudiante de bellas artes, que se
licenció del ejercito a los seis meses de mi llegada y que, siempre de aspecto
serio e impecablemente uniformado con pañuelo anudado al cuello, nos sorprendió
a todos cuando siendo yo aún recluta y estando en formación de retreta, se
dirigió a todos nosotros desde lo alto de la escalera de entrada a la compañía,
recriminándonos a gritos, que “éramos una vergüenza e indignos de ser
considerados soldados del ejército español”.
Cesar era un tipo que se podría calificar de peculiar, por
definirlo de alguna manera. Sin embargo, en los tres meses que convivimos ya en
presunta igualdad tras mi jura de bandera, establecimos una excelente relación
de respeto mutuo, y descubrí que tras esa apariencia externa de muñeco “madel
man” de plástico, lo que se escondía era una persona que odiaba todo el
alineamiento y parafernalia militar que nos envolvía, de la que él se defendía
intentando parecer lo que querían que fuese. Él creía que los engañaba y ellos
que Cesar era un soldado ejemplar, y lo cierto es que seguramente ambos tenían
razón.
El teniente Bescós estaba entusiasmado de tener un artista en
su Compañía y se había empeñado en que Cesar pintase un cuadro bélico que
legase a la misma, para lo cual no reparó en gastos y le proporcionó caballete,
un lienzo y una caja de oleos para que lo llevase a cabo. El estudio se instaló
en el cuarto de la furrielería y allí Cesar lo bocetó y empezó a darle una
lenta forma. El teniente expresaba sus temores de que aquello no avanzaba y se
temía que el cuadro no llegaría a terminarse antes de la licencia del pintor,
pero este le aseguraba que lo terminaría a tiempo, mientras a mí,
confidencialmente, me confesaba que no tenía intención de regalarles un cuadro
a quienes no tenía nada que agradecer. Efectivamente, Cesar se licenció dejando
los tubos de pintura y un cuadro donde un soldado rodeado de bocetos de otros,
disparaba un cañón bajo un cielo teñido de rojo. Meses después en una
inspección del Coronel, el teniente decidió darle apariencia de que el cuadro
lo estaba pintando yo, por lo que tuve que explicar cuál era el objeto de aquel
refulgir de colores rojizos para un cielo al que se suponía azul, en la última
venganza del artista Cesar. Concluida la rutinaria visita el lienzo fue
devuelto a su nicho en las alturas de la estantería metálica donde debería
seguir su descanso eterno. Por cierto, el Coronel tampoco pareció entender mis
excentricidades artísticas, al descubrir un casco militar pintado de negro con
presunta simbología necrológica que sostenía los restos de una vela, ni el
mobiliario del despacho del furrier, pintado de amarillo limón al no haber
encontrado pintura de otro color.
En el cuarto también teníamos un pequeño fogón donde
preparábamos los cubitos de caldo de Avecrem o freíamos los huevos y patatas,
que conseguíamos enviando de vez en cuando a un recluta con un macuto y la
“lista de la compra”, a nuestros colegas de cocina.
A veces esas veladas nocturnas derivaban en debates sobre
experiencias sexuales con novias fijas o esporádicas. Un mundo que se nos abría
a una generación educada en el sentido del pecado, el remordimiento y el
castigo.
Lo normal sin embargo era el silencio de las palabras, el
brillo del cristal de los vasos que contenían una pequeña dosis de aguardiente,
que impregnaba la atmosfera de su aroma empalagoso y dulzón, el rumor de la
corriente eléctrica circulando por los retorcidos circuitos de la estufa y el
deslizamiento del bolígrafo sobre la hoja de papel, donde contábamos que
entrabamos de guardia, retén o de los reclutas que se nos “amontonaban”; como
si eso realmente fuese algo trascendente para quienes lo iban a leer. Nuestras
mentes divagaban y de fondo, muy bajito, sonaba la canción “dogs” de Pink
Floid, que entonces yo no sabía ni el titulo ni tenía conocimiento de que
existiese ese grupo, pero en mis manos había caído un cassette, de una
grabación casera de alguien, y la ponía una y otra vez en esas noches de
silencio invernal.
Los perros de Pink Floid ladraban y aullaban con eco en un
espacio intemporal y mi mente volvía a mi casa de Finestrellas, la oscuridad de
la noche, y perros que daban lejanos ladridos. Allí estaban mi padre y mi
hermana Mari con su familia, el viento ululaba a través de las ventanas que no
encajaban, los perros seguían ladrando y aullando desde la casa de la sevillana
y más allá, en una noche de una negrura casi total. Yo escuchaba esos perros y
sentía un cosquilleo de temor que me subía por la espalda con sentimientos
encontrados, por un lado, quería volver y por otro sentía el temor de no saber
lo que me esperaba en un futuro que aún no había empezado, pero me ofrecía un
paréntesis de catorce meses. “Pepe el depre” me llamaba mi amigo Nicás.
Hace treinta y cuatro años escuchaba el lejano ladrido de los
perros de Pink Floid en Vitoria y me acordaba de mi casa de Finestrellas, esta
noche escuchaba esos mismos perros desde mi casa y mi mente voló a aquellos
momentos de Vitoria, los perros seguían ladrando y aullando y yo sentía el
mismo temor, quizás por un futuro que fue pasado, ya ni es, y sin embargo sigo
sin saber lo que quiero ser.
12 de agosto de 2011