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viernes, 7 de octubre de 2011

Juanito el tonto




Desconozco su apellido, pero en la Tarifa de la posguerra todos lo conocían por “Juanito el Tonto”. En las décadas del 40 al 80 este alias, “tonto”, era compartido por otros ciudadanos (Leopoldo, Anselmo, etc.), coincidentes en el tiempo, y cuando algún foráneo preguntaba por qué había tantos “tontos” en Tarifa, era fácil que le contestasen “mire usted, será por el Levante que lo vuelve a uno tonto”.
Juanito era famoso por ser espigado, extremadamente delgado, con una prominente chepa, aspecto “moruno”, mellas incipientes, y sobre todo, por su manera de moverse. Caminaba siempre muy rápido, a grandes zancadas y cogía las esquinas a la misma velocidad, siguiendo el ángulo de las mismas ajustándose a la pared. La gente lo veía como a un piloto de motos inclinándose sobre el asfalto y pese a que no iba sobre ningún vehículo, era muy común comentar “este hombre se matará algún día”.

Manolo Summers hizo la mili en Tarifa y allí fue donde conoció a Juanito. Una vez reingresado a la vida civil y considerado un reputado director de cine, incluso labrándose una fama de “enfant terrible” como un rompedor, cuando no era más que un propagandista de la España no comprometida, apolítica y por tanto afín al régimen; se acordó de Juanito para incorporarlo a su película “La niña de luto”, con Alfredo Landa y María José Alfonso.
Lo cierto es que Juanito alcanzó un lugar privilegiado hasta en los créditos del film, donde fue rebautizado como Juanito “el bicicletas”. Summers hace uso de su “sensibilidad artística” y lo emplea para lo mismo que sus paisanos, para que los demás se rían de él.

Los tarifeños no podían creer que Juanito (su tonto), había hecho una película y no salían de su asombro al verlo allí, entre los actores importantes de la época. Estupefactos, buscaban a su “ciudadano más famoso” al salir del cine Principal de la Alameda.
Por entonces Juanito, a la misma velocidad que siempre, con la chaqueta blanca que lucía en la película, presumía ante  aquellos hombres y mujeres que con la boca abierta lo miraban entre incrédulos y envidiosos. Concedía cientos de entrevistas populares a todo aquel que quisiese pasar un rato divertido a su costa, repetía el guion y lo aderezaba con anécdotas más o menos reales del rodaje y pos rodaje. Contaba que durante el mismo le atropelló un coche, lo llevaron al hospital, lo curaron y le dieron un bocadillo, o aquel comentario de la criada “señoriiito que este muerto está muy vivo… ¡No iba a estar vivo joer… si el muerto era yo…!”
También que “cuando su excelencia (Franco) vio la película, comentó: hay que ver este muchacho sin ser tonto lo bien que hace de tonto”. Y todo esto lo decía mientras fumaba poniendo poses de galán, con el codo apoyado en la cadera, mano izquierda en el bolsillo del pantalón, como le habían enseñado en la película porque no sabía qué hacer con ella mientras rodaban, y exhalando el humo del cigarrillo a lo Bogart. Por la película le dieron tres mil pesetas y el traje.
El dinero no fue suficiente para arreglarse la boca, porque tenía que mantener a su madre que estuvo muchos años enferma, mantenidos ambos con su salario de “tonto”, que era ganarse unas pesetillas acarreando bultos de quien le quisiera pagar. Ya apenas le quedaban un par de dientes por mandíbula, su velocidad se había normalizado y solo la exhibía ante la petición de alguien (en el fondo admirador), que buscaba unas risas. Arrastraba su chepa con tristeza y reafirmaba la injusticia de quienes le recordaban aquellos tiempos en que solo había cobrado tres mil pesetas y fue él quien llevó toda la película, “ya ve tres mil peheta me dieron ná más y fui yo el que llevé toá la película… bueno tres mil peheta y un bocadillo”

viernes, 30 de septiembre de 2011

Cebollino

El ser humano es como las cebollas. Con el paso del tiempo se van endureciendo las capas exteriores, que hay que ir pelando una a una para intentar llegar a las partes blandas, y ya más profundamente, al corazón.
A veces descubrimos que, aunque exteriormente parecen estar bien, cuando quitamos estas capas duras y secas, el corazón está podrido.
Cada vez recuerdo menos mis felices años de cebolleta.

viernes, 12 de agosto de 2011

VIAJE REVERTIDO


Ayer por la noche, con los auriculares puestos, sentado en la terraza del comedor, escuchaba a través del móvil, “Dogs” de Pink Floid.
Mi mente se trasladó a las frías noches invernales de Araca en Vitoria, treinta y cuatro años atrás.
El cuarto de material de la furrielería estaba en la misma entrada a la gran nave de los dormitorios de la segunda planta. La estancia tendría algo menos de tres metros de ancho y algo más de cuatro de largo, tres de sus paredes estaban ocupadas por estanterías metálicas donde se amontonaban los correajes de cuero, mantas en verano, colchas de bonito para colocarlas puntualmente en las eventuales inspecciones del Coronel del CIR, y diverso material de prácticas y otras inutilidades.
Después del toque de silencio el imaginaria intentaba acallar las voces que poco a poco se convertirían en lánguidos susurros, mientras que algunos le vacilaban con imaginarias partidas de ping-pong, imitando el sonido de la bola y cantando el tanteo en voz alta.
Allí, en el cuartito de la furrielería, arrimados a la vieja estufa de candentes resistencias eléctricas, en un buró metálico a la luz de una triste lamparita de mesa, escribíamos cartas a las familias y los amores separados por la fuerza en la distancia, y peor aún, por un mundo que no tenía que ver con el nuestro. Un mundo que seguía su curso sin toques de trompeta ni la repetitiva rutina diaria, pero al que queríamos gritar que aun estábamos ahí.
En las tinieblas, el rostro aniñado de Mariano diluyéndose mientras esperaba los efectos de la pastilla de Valium 10 que se chutaba cada noche, rememorando una y otra vez la inolvidable velada romántica vivida con su novia entre los arbolitos iluminados por bombillas de colores, en el jardín de una de las torres que ejercían de bar musical a la falda del Tibidabo; a ritmo de la empalagosa música de los Indios Tabajara.
Paco Nicás, el gordo de Madrid, que había agotado hasta la última prórroga por estudios antes de incorporarse, lo miraba con ojos chisposos, bromeando mientras asomaba y escondía la lengua enroscada, danzando con la imaginaria música de los Tabajara acogiendo entre sus fuertes brazos a Estrellita, su delicada novia que lo esperaba para casarse.
Yo era el cabo furriel y Paco mi ayudante, pero además de Mariano también acogíamos puntualmente a otros acólitos, en esa habitación con derecho de admisión.
En la parte más alta de una de las estanterías descansaba un lienzo a medio pintar, que representaba una acción bélica. El incompleto cuadro era obra de Cesar, un cabo asturiano estudiante de bellas artes, que se licenció del ejercito a los seis meses de mi llegada y que, siempre de aspecto serio e impecablemente uniformado con pañuelo anudado al cuello, nos sorprendió a todos cuando siendo yo aún recluta y estando en formación de retreta, se dirigió a todos nosotros desde lo alto de la escalera de entrada a la compañía, recriminándonos a gritos, que “éramos una vergüenza e indignos de ser considerados soldados del ejército español”.
Cesar era un tipo que se podría calificar de peculiar, por definirlo de alguna manera. Sin embargo, en los tres meses que convivimos ya en presunta igualdad tras mi jura de bandera, establecimos una excelente relación de respeto mutuo, y descubrí que tras esa apariencia externa de muñeco “madel man” de plástico, lo que se escondía era una persona que odiaba todo el alineamiento y parafernalia militar que nos envolvía, de la que él se defendía intentando parecer lo que querían que fuese. Él creía que los engañaba y ellos que Cesar era un soldado ejemplar, y lo cierto es que seguramente ambos tenían razón.
El teniente Bescós estaba entusiasmado de tener un artista en su Compañía y se había empeñado en que Cesar pintase un cuadro bélico que legase a la misma, para lo cual no reparó en gastos y le proporcionó caballete, un lienzo y una caja de oleos para que lo llevase a cabo. El estudio se instaló en el cuarto de la furrielería y allí Cesar lo bocetó y empezó a darle una lenta forma. El teniente expresaba sus temores de que aquello no avanzaba y se temía que el cuadro no llegaría a terminarse antes de la licencia del pintor, pero este le aseguraba que lo terminaría a tiempo, mientras a mí, confidencialmente, me confesaba que no tenía intención de regalarles un cuadro a quienes no tenía nada que agradecer. Efectivamente, Cesar se licenció dejando los tubos de pintura y un cuadro donde un soldado rodeado de bocetos de otros, disparaba un cañón bajo un cielo teñido de rojo. Meses después en una inspección del Coronel, el teniente decidió darle apariencia de que el cuadro lo estaba pintando yo, por lo que tuve que explicar cuál era el objeto de aquel refulgir de colores rojizos para un cielo al que se suponía azul, en la última venganza del artista Cesar. Concluida la rutinaria visita el lienzo fue devuelto a su nicho en las alturas de la estantería metálica donde debería seguir su descanso eterno. Por cierto, el Coronel tampoco pareció entender mis excentricidades artísticas, al descubrir un casco militar pintado de negro con presunta simbología necrológica que sostenía los restos de una vela, ni el mobiliario del despacho del furrier, pintado de amarillo limón al no haber encontrado pintura de otro color.
En el cuarto también teníamos un pequeño fogón donde preparábamos los cubitos de caldo de Avecrem o freíamos los huevos y patatas, que conseguíamos enviando de vez en cuando a un recluta con un macuto y la “lista de la compra”, a nuestros colegas de cocina.
A veces esas veladas nocturnas derivaban en debates sobre experiencias sexuales con novias fijas o esporádicas. Un mundo que se nos abría a una generación educada en el sentido del pecado, el remordimiento y el castigo.
Lo normal sin embargo era el silencio de las palabras, el brillo del cristal de los vasos que contenían una pequeña dosis de aguardiente, que impregnaba la atmosfera de su aroma empalagoso y dulzón, el rumor de la corriente eléctrica circulando por los retorcidos circuitos de la estufa y el deslizamiento del bolígrafo sobre la hoja de papel, donde contábamos que entrabamos de guardia, retén o de los reclutas que se nos “amontonaban”; como si eso realmente fuese algo trascendente para quienes lo iban a leer. Nuestras mentes divagaban y de fondo, muy bajito, sonaba la canción “dogs” de Pink Floid, que entonces yo no sabía ni el titulo ni tenía conocimiento de que existiese ese grupo, pero en mis manos había caído un cassette, de una grabación casera de alguien, y la ponía una y otra vez en esas noches de silencio invernal.
Los perros de Pink Floid ladraban y aullaban con eco en un espacio intemporal y mi mente volvía a mi casa de Finestrellas, la oscuridad de la noche, y perros que daban lejanos ladridos. Allí estaban mi padre y mi hermana Mari con su familia, el viento ululaba a través de las ventanas que no encajaban, los perros seguían ladrando y aullando desde la casa de la sevillana y más allá, en una noche de una negrura casi total. Yo escuchaba esos perros y sentía un cosquilleo de temor que me subía por la espalda con sentimientos encontrados, por un lado, quería volver y por otro sentía el temor de no saber lo que me esperaba en un futuro que aún no había empezado, pero me ofrecía un paréntesis de catorce meses. “Pepe el depre” me llamaba mi amigo Nicás.
Hace treinta y cuatro años escuchaba el lejano ladrido de los perros de Pink Floid en Vitoria y me acordaba de mi casa de Finestrellas, esta noche escuchaba esos mismos perros desde mi casa y mi mente voló a aquellos momentos de Vitoria, los perros seguían ladrando y aullando y yo sentía el mismo temor, quizás por un futuro que fue pasado, ya ni es, y sin embargo sigo sin saber lo que quiero ser.
12 de agosto de 2011

sábado, 9 de abril de 2011

EL GATO (Historias de una crisis)


En una ocasión vi (a todos nos habrá pasado), un gato que corría aterrorizado porque lo perseguía un perro. Finalmente, el gato, instintivamente porque el terror no le permitía valorar la situación, trepó a un árbol que estaba en su camino y llegó a unos tres metros de altura. El perro le ladró un par de minutos hasta que, supongo, decidió que o no valía la pena seguir esperando o que bastante tenía el gato con lo suyo. Efectivamente, el gato hizo un amago de bajar del árbol, pero lo paralizó una nueva sensación de terror al descubrir a la altura en que estaba. Esa noche el perro dormía plácidamente después de haber comido y el gato seguía allí subido en las alturas, maullando lastimeramente. Quizás en las horas que siguieron al gato le dio tiempo a plantearse:
¿Qué pretendía el perro al perseguirme, acabar con mi vida o asustarme?
Acabar con mi vida, aunque entraba dentro de las posibilidades, no sería tarea fácil porque, aunque es más grande que yo, tengo mis virtudes, soy felino, más ágil, tengo garras y capaz de saltar y correr más que él. Seguro que no podría matarlo, pero le haría mucho daño.
Si lo que pretendía era asustarme, la verdad es que lo ha conseguido, aquí estoy desesperado de hambre e intentando resolver este nuevo problema.
¿Qué tendría que haber hecho el gato, subirse al árbol o enfrentarse al perro?, porque probablemente al correr huyendo, el mensaje que le ha dado al perro es que cada vez que se cruce en su camino va a aterrorizar al gato; pero si se le hubiese enfrentado se habría llevado unos cuantos arañazos en el hocico, incluso podía haberle sacado un ojo, y seguramente cuando se volviesen a cruzar de nuevo, el perro procuraría apartarse del camino del gato, y aunque le gruñese intentando demostrar su poder, intentaría mantener las distancias porque había aprendido que el gato no se iba a subir a un árbol.
Lo cierto es que ese gato, no sé si está esperando que venga alguien a bajarlo del árbol, porque está condenado a subirse a uno cada vez que lo persiga un perro.

sábado, 5 de febrero de 2011

Prohibido fumar

Ayer por la tarde estuve en la puerta de un colegio de clase alta que, como no podía ser de otra forma, está en la parte alta de la ciudad. Fumaba dentro del coche y una mamá más bien bajita, pero claro está, de clase alta, me miró, creo que un poco fastidiada de que estuviese fumando dentro del coche y no fuera de él para poder llamarme la atención, aunque yo sea alto, pero de la clase que ella consideraría baja. Y es que, está prohibido fumar en las aceras de los colegios. 
Los "pamas", supongo que, en su mayoría, se encontraban satisfechos de que sus hijos respirasen aire puro... porque claro, no hay que tener en cuenta el fenomenal atasco que habían organizado en la puerta de su colegio, esos mismos "pamas" con sus cochazos, Porches Cayennes, BMW, Audis, en su mayoría todo terreno (naturalmente diessel), expeliendo denso humo negro de los tubos de escape. 
Un autocar se retorcía, entre acelerones, intentando girar obstaculizado por un vehículo abandonado (mas que aparcado) de cualquier manera. La cola tras él, colapsaba las calles cercanas envolviendo todo el colegio. El conductor pareció agotar su paciencia con bruscas maniobras amenazando con arrastrar el vehículo, entonces una mamá de aquellas de clase alta, contenta de que su hijo respirase aire puro y que permanecía a escasos cinco metros del vehículo, charlando con unas amigas mientras esperaba a su nene, vio peligrar la integridad de su coche abandonado casi en medio de la calle, y corrió pidiendo al conductor del autobús que se esperase. Justo en ese momento salió del colegio su hijo, envuelto en una nube de "aire puro", que también se subió con su mamá en el coche, mientras tras ella se diluía una cola de vehículos, expeliendo denso y cálido humo negro, eso si, sobre todo, no de cigarrillo.