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viernes, 12 de agosto de 2011

VIAJE REVERTIDO


Ayer por la noche, con los auriculares puestos, sentado en la terraza del comedor, escuchaba a través del móvil, “Dogs” de Pink Floid.
Mi mente se trasladó a las frías noches invernales de Araca en Vitoria, treinta y cuatro años atrás.
El cuarto de material de la furrielería estaba en la misma entrada a la gran nave de los dormitorios de la segunda planta. La estancia tendría algo menos de tres metros de ancho y algo más de cuatro de largo, tres de sus paredes estaban ocupadas por estanterías metálicas donde se amontonaban los correajes de cuero, mantas en verano, colchas de bonito para colocarlas puntualmente en las eventuales inspecciones del Coronel del CIR, y diverso material de prácticas y otras inutilidades.
Después del toque de silencio el imaginaria intentaba acallar las voces que poco a poco se convertirían en lánguidos susurros, mientras que algunos le vacilaban con imaginarias partidas de ping-pong, imitando el sonido de la bola y cantando el tanteo en voz alta.
Allí, en el cuartito de la furrielería, arrimados a la vieja estufa de candentes resistencias eléctricas, en un buró metálico a la luz de una triste lamparita de mesa, escribíamos cartas a las familias y los amores separados por la fuerza en la distancia, y peor aún, por un mundo que no tenía que ver con el nuestro. Un mundo que seguía su curso sin toques de trompeta ni la repetitiva rutina diaria, pero al que queríamos gritar que aun estábamos ahí.
En las tinieblas, el rostro aniñado de Mariano diluyéndose mientras esperaba los efectos de la pastilla de Valium 10 que se chutaba cada noche, rememorando una y otra vez la inolvidable velada romántica vivida con su novia entre los arbolitos iluminados por bombillas de colores, en el jardín de una de las torres que ejercían de bar musical a la falda del Tibidabo; a ritmo de la empalagosa música de los Indios Tabajara.
Paco Nicás, el gordo de Madrid, que había agotado hasta la última prórroga por estudios antes de incorporarse, lo miraba con ojos chisposos, bromeando mientras asomaba y escondía la lengua enroscada, danzando con la imaginaria música de los Tabajara acogiendo entre sus fuertes brazos a Estrellita, su delicada novia que lo esperaba para casarse.
Yo era el cabo furriel y Paco mi ayudante, pero además de Mariano también acogíamos puntualmente a otros acólitos, en esa habitación con derecho de admisión.
En la parte más alta de una de las estanterías descansaba un lienzo a medio pintar, que representaba una acción bélica. El incompleto cuadro era obra de Cesar, un cabo asturiano estudiante de bellas artes, que se licenció del ejercito a los seis meses de mi llegada y que, siempre de aspecto serio e impecablemente uniformado con pañuelo anudado al cuello, nos sorprendió a todos cuando siendo yo aún recluta y estando en formación de retreta, se dirigió a todos nosotros desde lo alto de la escalera de entrada a la compañía, recriminándonos a gritos, que “éramos una vergüenza e indignos de ser considerados soldados del ejército español”.
Cesar era un tipo que se podría calificar de peculiar, por definirlo de alguna manera. Sin embargo, en los tres meses que convivimos ya en presunta igualdad tras mi jura de bandera, establecimos una excelente relación de respeto mutuo, y descubrí que tras esa apariencia externa de muñeco “madel man” de plástico, lo que se escondía era una persona que odiaba todo el alineamiento y parafernalia militar que nos envolvía, de la que él se defendía intentando parecer lo que querían que fuese. Él creía que los engañaba y ellos que Cesar era un soldado ejemplar, y lo cierto es que seguramente ambos tenían razón.
El teniente Bescós estaba entusiasmado de tener un artista en su Compañía y se había empeñado en que Cesar pintase un cuadro bélico que legase a la misma, para lo cual no reparó en gastos y le proporcionó caballete, un lienzo y una caja de oleos para que lo llevase a cabo. El estudio se instaló en el cuarto de la furrielería y allí Cesar lo bocetó y empezó a darle una lenta forma. El teniente expresaba sus temores de que aquello no avanzaba y se temía que el cuadro no llegaría a terminarse antes de la licencia del pintor, pero este le aseguraba que lo terminaría a tiempo, mientras a mí, confidencialmente, me confesaba que no tenía intención de regalarles un cuadro a quienes no tenía nada que agradecer. Efectivamente, Cesar se licenció dejando los tubos de pintura y un cuadro donde un soldado rodeado de bocetos de otros, disparaba un cañón bajo un cielo teñido de rojo. Meses después en una inspección del Coronel, el teniente decidió darle apariencia de que el cuadro lo estaba pintando yo, por lo que tuve que explicar cuál era el objeto de aquel refulgir de colores rojizos para un cielo al que se suponía azul, en la última venganza del artista Cesar. Concluida la rutinaria visita el lienzo fue devuelto a su nicho en las alturas de la estantería metálica donde debería seguir su descanso eterno. Por cierto, el Coronel tampoco pareció entender mis excentricidades artísticas, al descubrir un casco militar pintado de negro con presunta simbología necrológica que sostenía los restos de una vela, ni el mobiliario del despacho del furrier, pintado de amarillo limón al no haber encontrado pintura de otro color.
En el cuarto también teníamos un pequeño fogón donde preparábamos los cubitos de caldo de Avecrem o freíamos los huevos y patatas, que conseguíamos enviando de vez en cuando a un recluta con un macuto y la “lista de la compra”, a nuestros colegas de cocina.
A veces esas veladas nocturnas derivaban en debates sobre experiencias sexuales con novias fijas o esporádicas. Un mundo que se nos abría a una generación educada en el sentido del pecado, el remordimiento y el castigo.
Lo normal sin embargo era el silencio de las palabras, el brillo del cristal de los vasos que contenían una pequeña dosis de aguardiente, que impregnaba la atmosfera de su aroma empalagoso y dulzón, el rumor de la corriente eléctrica circulando por los retorcidos circuitos de la estufa y el deslizamiento del bolígrafo sobre la hoja de papel, donde contábamos que entrabamos de guardia, retén o de los reclutas que se nos “amontonaban”; como si eso realmente fuese algo trascendente para quienes lo iban a leer. Nuestras mentes divagaban y de fondo, muy bajito, sonaba la canción “dogs” de Pink Floid, que entonces yo no sabía ni el titulo ni tenía conocimiento de que existiese ese grupo, pero en mis manos había caído un cassette, de una grabación casera de alguien, y la ponía una y otra vez en esas noches de silencio invernal.
Los perros de Pink Floid ladraban y aullaban con eco en un espacio intemporal y mi mente volvía a mi casa de Finestrellas, la oscuridad de la noche, y perros que daban lejanos ladridos. Allí estaban mi padre y mi hermana Mari con su familia, el viento ululaba a través de las ventanas que no encajaban, los perros seguían ladrando y aullando desde la casa de la sevillana y más allá, en una noche de una negrura casi total. Yo escuchaba esos perros y sentía un cosquilleo de temor que me subía por la espalda con sentimientos encontrados, por un lado, quería volver y por otro sentía el temor de no saber lo que me esperaba en un futuro que aún no había empezado, pero me ofrecía un paréntesis de catorce meses. “Pepe el depre” me llamaba mi amigo Nicás.
Hace treinta y cuatro años escuchaba el lejano ladrido de los perros de Pink Floid en Vitoria y me acordaba de mi casa de Finestrellas, esta noche escuchaba esos mismos perros desde mi casa y mi mente voló a aquellos momentos de Vitoria, los perros seguían ladrando y aullando y yo sentía el mismo temor, quizás por un futuro que fue pasado, ya ni es, y sin embargo sigo sin saber lo que quiero ser.
12 de agosto de 2011