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martes, 28 de abril de 2020

Historias de la Nueva Era: Regreso al futuro 

Después de una mañana esplendida, por la tarde tocaba llevar al Twidi a su veterinario.

Son tantos ya los días viviendo en este sin vivir, que solo pensar en salir fuera de los limites me empieza a producir un estado de ansiedad. La mascarilla, el antiséptico, la cartera, mi tarjeta sanitaria, las gafas de ver, la cartilla del perro, la correa, el arnés…

-¿Lo llevas todo…?

–Sí, creo que si…

-Ten cuidado… pon un “guasa” cuando llegues…

-Jodeeer… -cuando bajo las escaleras, creo que me empiezan a temblar las piernas… ¿me acordaré de conducir? Hace cerca de dos meses que no toco el coche…

-Ah, y pon gasolina, que no sé si te dará para llegar… -oigo justo cuando cierro la puerta de la calle.

-Hostia, lo que faltaba…

 

El Twidy está distraído intentando marcar “su” jurisdicción, que han ido okupando los perros que ahora le da a la gente por pasear por aquí arriba para escaquearse, y cuando lo llamo para que se suba al coche, el animal corre entusiasmado, casi no se puede creer que lo vaya a llevar de paseo. Y es que son como niños.

El veterinario está en Cornellá, pero yo me siento como Indiana Jones en busca del Templo Maldito, incluso me arrepiento de no haber cogido el tirachinas, que es la única arma en condiciones que tenemos en casa, ya que la escopeta de balines, bastante tiene con conseguir que el perdigón no te caiga en el zapato cuando lo disparas.

Anexo a la carretera de Esplugues está el carril bici. Me paro en el semáforo en rojo, y a mi altura, en ese carril, una niña que no tendría seis años, y un niño apenas un par de años mayor que ella, ambos con mascarilla, se paran también en su semáforo. No va ningún adulto acompañándolos, pero esperan pacientemente a que el semáforo se ponga verde. Pienso que estos dos no tienen porvenir como futuros usuarios de la bicicleta.

Al llegar al veterinario, otro problema. Como la mayoría de la gente está sin trabajo, resulta imposible encontrar un aparcamiento. Finalmente lo consigo a unos quinientos metros de distancia. Medio kilómetro entre zombis con mascarillas, guantes, miradas hurañas y desconfiadas cuando nos cruzamos, ambos intentando calcular bien las distancias mínimas. Un operario, embutido en un uniforme como sacado de una película de ciencia ficción, con una bombona a la espalda, va fumigando la acera, y cuando nos miramos, veo unos ojos de muerto tras los plásticos algo empañados de sus gafas. El cristal de un escaparate devuelve mi imagen con la mascarilla, me paro perplejo, vuelvo para atrás para confirmar que soy yo y me miro unos instantes. No sé si el cuerpo me pide reír o llorar. Siento una horrible pena, quizás porque, por muchas imágenes que nos inoculen las televisiones y las redes, uno no es consciente de formar parte de esta broma que nos ha gastado el destino, hasta que te sumerges en ella.

 

Esperando mi turno en la calle, pues en la consulta solo pueden entrar los animales y en la salita solo debe haber una persona, del portal de al lado sale un señor, un niño y una niña, que son unos polvorillas. El niño no creo que tenga ni cuatro años y la niña es evidente que fue un “regalo” de la cuarentena. Las dos criaturas salen dando saltos de alegría, corren, gritan y saltan. Miro para arriba del bloque de donde han salido. Es un edificio de tres plantas sin balcones. Mes y medio encerrados ahí. Si, no llevan mascarilla, si, los niños sienten infinita alegría cuando se ven y si, se tocan. Es más, los niños hacen muchas más cosas que les han advertido que no hagan, cogen lo que no deben, se hurgan la nariz, se tocan “la cosita”, rompen los juguetes, aprenden palabrotas… y luego está la gente que el domingo se dedicó a sacar fotos a ellos y a sus padres para demostrar que deberían haber seguido, confinados no, presos, en esos pisos sin un mísero balcón. ¿Fotos de quienes respetaban las recomendaciones? no, naturalmente, que podrían desbaratar el discurso.

 

Al salir del veterinario y girar la primera calle, de uno de los pisos (estos si, con balcón), nos arrojaban reggaetón a un volumen cuyos decibelios no hubiesen admitido ni en una discoteca. En el balcón, un par de veinteañeros bailaban y miraban a la gente como un “mira que guay soy”. No había desaparecido ese martirio, cuando se mezcló con otro de un par de calles más abajo (le llaman mestizaje), donde tenían puesto a un grupo roquero catalán, incluso a un volumen superior, absolutamente insoportable al llegar a la altura del piso desde donde “deleitaban” al vecindario, y una señora fumaba lo que parecía un canuto en el balcón, mientras movía el culo y hacía un karaoke.

Tanto reírles las gracias en las televisiones a los idiotas que hacían tonterías en los balcones, sacar en las redes a disyoqueis aficionados y aprendices de instrumentos musicales, han convertido algunos barrios en un tormento, y quizás ahora nos demos cuenta de que los yanquis no eran tan tontos como pensábamos, cuando lo primero que hicieron fue comprar armas al empezar la pandemia.

Frente a ese bloque, en uno de los pisos alguien ha instalado una tienda de dormir en el balcón, quiero suponer que, porque en esa casa debe haber algún contagiado y no tendrán otra forma de aislarse, porque la otra opción es, que alguien haya mandado a otro alguien a tomar viento fresco, porque tanta convivencia es más de lo que se puede soportar. Un balcón más abajo una señora mira con cara de delirio en la dirección desde donde viene la música. No me cabe duda que en ese momento hubiese dado cualquier cosa por ser una yanqui en el Bronx.

La gasolina a 0,97. Es curioso que esté tan tirada de precio justo cuando no se puede viajar, utilizar los vehículos poco, y con muy limitado recorrido. Ya decían aquellos que, si naciste pa martillo, del cielo te caen los clavos.

Cuando llegamos a casa “mi perro y yo”, el sol hace bastantes minutos que se ha largado y en el horizonte apenas si queda un tenue reflejo anaranjado, destacando el panel, esta semana de color verde, con el que iluminan el espacio chill out de su casa, cierto polémico futbolista, emparejado con cantante famosa. Así que hoy no hay puesta de sol.

En el coche, de vuelta al refugio, no me he podido quitar de la cabeza el estribillo, una y otra vez, de una de las canciones más tontas de Víctor Manuel:

Érase una vez el año 2000

un hombre con su hijo paseaba por Madrid

con trajes de hojalata reforzada y plexiglás,

cubríanse del aire con caretas antigás.

Érase una vez el año 2000.


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