Historias de la Nueva Era: Regreso al futuro
Después de una mañana esplendida, por la tarde tocaba llevar
al Twidi a su veterinario.
Son tantos ya los días viviendo en este sin vivir, que solo
pensar en salir fuera de los limites me empieza a producir un estado de
ansiedad. La mascarilla, el antiséptico, la cartera, mi tarjeta sanitaria, las
gafas de ver, la cartilla del perro, la correa, el arnés…
-¿Lo llevas todo…?
–Sí, creo que si…
-Ten cuidado… pon un “guasa” cuando llegues…
-Jodeeer… -cuando bajo las escaleras, creo que me empiezan a
temblar las piernas… ¿me acordaré de conducir? Hace cerca de dos meses que no
toco el coche…
-Ah, y pon gasolina, que no sé si te dará para llegar… -oigo
justo cuando cierro la puerta de la calle.
-Hostia, lo que faltaba…
El Twidy está distraído intentando marcar “su” jurisdicción,
que han ido okupando los perros que ahora le da a la gente por pasear por aquí arriba
para escaquearse, y cuando lo llamo para que se suba al coche, el animal corre
entusiasmado, casi no se puede creer que lo vaya a llevar de paseo. Y es que
son como niños.
El veterinario está en Cornellá, pero yo me siento como
Indiana Jones en busca del Templo Maldito, incluso me arrepiento de no haber
cogido el tirachinas, que es la única arma en condiciones que tenemos en casa,
ya que la escopeta de balines, bastante tiene con conseguir que el perdigón no
te caiga en el zapato cuando lo disparas.
Anexo a la carretera de Esplugues está el carril bici. Me
paro en el semáforo en rojo, y a mi altura, en ese carril, una niña que no
tendría seis años, y un niño apenas un par de años mayor que ella, ambos con
mascarilla, se paran también en su semáforo. No va ningún adulto acompañándolos,
pero esperan pacientemente a que el semáforo se ponga verde. Pienso que estos
dos no tienen porvenir como futuros usuarios de la bicicleta.
Al llegar al veterinario, otro problema. Como la mayoría de
la gente está sin trabajo, resulta imposible encontrar un aparcamiento.
Finalmente lo consigo a unos quinientos metros de distancia. Medio kilómetro
entre zombis con mascarillas, guantes, miradas hurañas y desconfiadas cuando
nos cruzamos, ambos intentando calcular bien las distancias mínimas. Un
operario, embutido en un uniforme como sacado de una película de ciencia
ficción, con una bombona a la espalda, va fumigando la acera, y cuando nos
miramos, veo unos ojos de muerto tras los plásticos algo empañados de sus
gafas. El cristal de un escaparate devuelve mi imagen con la mascarilla, me
paro perplejo, vuelvo para atrás para confirmar que soy yo y me miro unos
instantes. No sé si el cuerpo me pide reír o llorar. Siento una horrible pena, quizás
porque, por muchas imágenes que nos inoculen las televisiones y las redes, uno
no es consciente de formar parte de esta broma que nos ha gastado el destino,
hasta que te sumerges en ella.
Esperando mi turno en la calle, pues en la consulta solo
pueden entrar los animales y en la salita solo debe haber una persona, del portal
de al lado sale un señor, un niño y una niña, que son unos polvorillas. El niño
no creo que tenga ni cuatro años y la niña es evidente que fue un “regalo” de
la cuarentena. Las dos criaturas salen dando saltos de alegría, corren, gritan
y saltan. Miro para arriba del bloque de donde han salido. Es un edificio de
tres plantas sin balcones. Mes y medio encerrados ahí. Si, no llevan
mascarilla, si, los niños sienten infinita alegría cuando se ven y si, se
tocan. Es más, los niños hacen muchas más cosas que les han advertido que no
hagan, cogen lo que no deben, se hurgan la nariz, se tocan “la cosita”, rompen
los juguetes, aprenden palabrotas… y luego está la gente que el domingo se
dedicó a sacar fotos a ellos y a sus padres para demostrar que deberían haber
seguido, confinados no, presos, en esos pisos sin un mísero balcón. ¿Fotos de
quienes respetaban las recomendaciones? no, naturalmente, que podrían
desbaratar el discurso.
Al salir del veterinario y girar la primera calle, de uno de
los pisos (estos si, con balcón), nos arrojaban reggaetón a un volumen cuyos
decibelios no hubiesen admitido ni en una discoteca. En el balcón, un par de
veinteañeros bailaban y miraban a la gente como un “mira que guay soy”. No
había desaparecido ese martirio, cuando se mezcló con otro de un par de calles
más abajo (le llaman mestizaje), donde tenían puesto a un grupo roquero catalán,
incluso a un volumen superior, absolutamente insoportable al llegar a la altura
del piso desde donde “deleitaban” al vecindario, y una señora fumaba lo que
parecía un canuto en el balcón, mientras movía el culo y hacía un karaoke.
Tanto reírles las gracias en las televisiones a los idiotas
que hacían tonterías en los balcones, sacar en las redes a disyoqueis
aficionados y aprendices de instrumentos musicales, han convertido algunos
barrios en un tormento, y quizás ahora nos demos cuenta de que los yanquis no
eran tan tontos como pensábamos, cuando lo primero que hicieron fue comprar
armas al empezar la pandemia.
Frente a ese bloque, en uno de los pisos alguien ha instalado
una tienda de dormir en el balcón, quiero suponer que, porque en esa casa debe
haber algún contagiado y no tendrán otra forma de aislarse, porque la otra
opción es, que alguien haya mandado a otro alguien a tomar viento fresco,
porque tanta convivencia es más de lo que se puede soportar. Un balcón más
abajo una señora mira con cara de delirio en la dirección desde donde viene la
música. No me cabe duda que en ese momento hubiese dado cualquier cosa por ser
una yanqui en el Bronx.
La gasolina a 0,97. Es curioso que esté tan tirada de precio
justo cuando no se puede viajar, utilizar los vehículos poco, y con muy
limitado recorrido. Ya decían aquellos que, si naciste pa martillo, del cielo
te caen los clavos.
Cuando llegamos a casa “mi perro y yo”, el sol hace bastantes
minutos que se ha largado y en el horizonte apenas si queda un tenue reflejo anaranjado,
destacando el panel, esta semana de color verde, con el que iluminan el espacio
chill out de su casa, cierto polémico futbolista, emparejado con cantante
famosa. Así que hoy no hay puesta de sol.
En el coche, de vuelta al refugio, no me he podido quitar de
la cabeza el estribillo, una y otra vez, de una de las canciones más tontas de Víctor
Manuel:
Érase una vez el año 2000
un hombre con su hijo paseaba por Madrid
con trajes de hojalata reforzada y plexiglás,
cubríanse del aire con caretas antigás.
Érase una vez el año 2000.
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