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sábado, 31 de marzo de 2018

Nuestro mundo


Nos cuentan que los niños, cuando nacen, lo hacen con una barra de pan bajo el brazo. Luego la vida nos enseña que eso es otra patraña como la de la cigüeña o los reyes magos y Papa Noel; que los niños no vienen con una barra de pan sino que vienen pidiendo el pan que los padres ganarán con el sudor de su frente; que la cigüeña es el resultado de unos dolores insufribles de parto y que, en un acto de idiotez supina, los padres se dejan la paga de navidad en regalos para que los meritos se los lleven tres presuntos delincuentes con sus camellos, que encima representan a la realeza, o un abuelo que se cuela en las casas por las chimeneas.

La auténtica verdad, es que los niños y niñas vienen con un paquete debajo del brazo que lo forman otros seres como ellos. Son los abuelos, padres, hermanos, tíos, sobrinos… y toda esa carga genética en la que también están incluidos los posibles descendientes propios.  Los “irremediables” podríamos llamarlos, aunque su nombre menos sospechoso es, “la familia”.

A la familia la puedes amar, odiar, ignorar… pero no hay ley humana ni divina que te permita divorciarte de ella. Entendiendo como significado de divorcio, la disolución o separación de ese “vinculo familiar” genético, no el artificial del matrimonio.

Luego, a lo largo del camino de nuestra vida, se van o vamos uniéndonos a otros seres, esos sí, ya en su mayoría elegidos por nosotros.  Se generan con ellos o por culpa de ellos, otros vínculos artificiales o políticos, también temporales. 

 

Todo esto, solo es para decir que, si me hubiesen dado la oportunidad de elegir a mis “irremediables”, sin duda hubiese elegido esta familia y hablo en concreto de mis/nuestros más cercanos.

La vida nos deparó una desgracia que desgarró nuestros corazones, acortó o suprimió la niñez de alguno, y la pubertad de otras, cambiando nuestras vidas y dejándonos marcados para siempre. Rafi pasó de niña a mujer de la noche a la mañana, le cambiaron los cacharritos de cocina de juguete por los de verdad, y las tareas del colegio por las de ama de casa. Sin duda fue quien más sufrió las consecuencias. Mari era la que trabajaba y continuó trabajando porque había que seguir aportando, y yo, pues como era el pequeño, se volcaron conmigo y seguro que me malcriaron y mimaron más de lo que sería conveniente.

Las dos frases que recuerdo haber escuchado más en boca de nuestro padre en aquellos primeros meses negros, eran, “estaba en la flor de la vida” (que yo entonces no entendía, pues los niños no tienen conciencia de la longevidad de los adultos), y “las desgracias nunca vienen solas”, que creo daba igual el nivel de desgracia, porque era aplicable a cualquier contratiempo.  Por entonces, no eran extraños los ataques de ansiedad de Rafi y los paseos “pasillo adelante, pasillo atrás” del brazo de papá, tal y como había hecho con nuestra madre la noche que falleció, ya que al parecer, creía que esos paseos servían para calmar a la persona enferma. Tampoco lo eran de extrañar los desmayos de Mari, que de repente perdía los colores y el conocimiento. Recuerdo la primera vez que le sucedió, sentada junto a una vecina en un pobre sofá de tela de rafia a cuadros, del comedor. Fue un gran susto, pero en los días siguientes, a fuerza de habituales, perdieron su dramatismo. Todo eso se fue como llegó, sin avisar.

Por mi parte, todos aquellos sobresaltos me afectaron al estómago, y cuando no era el tomate, era el huevo, pero daba igual, porque se trataba de un tema de nervios con una solución rápida. Era llegarme el aroma de la manzanilla desde la cocina y sentir como se me giraba el estomago hasta vaciarse por completo.

Y la vida continuó.

Aquel mundo que compartimos, también estaba lleno de olores.

El olor de la manzanilla.

El del pozo ciego del patio que, sempiternamente lleno, vaciaba sus aguas, día y noche, en el huerto del viejísimo Jiménez. Todo un personaje, enjuto y reseco, que llegaba a ese pequeño terreno, entre la cuadra y nuestra casa, la cabeza y parte del cuerpo cubierto con un saco de rafia o un raído sombrero de paja, azada al hombro, y soltando incomprensibles improperios.

El olor acido y nauseabundo del orín de los conejos que chorreaba pegajoso bajo las gavias, que tenía mi padre en el huerto de arriba.

El de la mierda de las gallinas, bien nutridas de las lombrices y otros bichos asquerosos que engullían escarbando en esas “aguas negras”, que vertía el pozo. 

El nauseabundo de la carne y plumas mojadas de las gallinas, que mi madre metía en agua hirviendo para desplumarlas más fácilmente. 

El del zotal, que se expandía por suelos y paredes de las terrazas, contra pulgas, garrapatas, chinches y cualesquiera otros parásitos.

El olor del Varón Dandy de mi padre.

El del aguarrás de las pinturas de los muñecos de goma, que mi padre pintaba en una mesita en el comedor, cuando no, buscando la fresca en una sombra del “terrao” durante el estío.

El olor pegajoso del petróleo del hornillo de cocinar, en los años de uso, y cuando en verano, mi madre trasladaba la cocina bajo las hojas de la gran mata de cidra, en el cobertizo de arriba.

El olor a tierra mojada tras la lluvia.

El del picón, cuando las mujeres se encargaban de encender los braseros a las puertas de sus casas, en los anocheceres invernales.  

El perfume de la montaña cuando florecían las ginestas.

El de la resina adherida a las piñas de los pinos piñoneros.

El del jabón Lagarto.

El del jabón verde.

El olor del “champú de brea” y el “champú de huevo”, que se compraban en pequeñas bolsitas trasparentes con forma de rombo.

El olor del señor Ramón, mezcla de pocilga y humanidad, cuando se acercaba a uno a él.

El olor a carne muerta y sangre reseca de su mujer, la señora Pepita, con su sempiterno delantal de la carnecería que regentaba en el mercado de Sarriá.

 

El mundo que compartimos, también eran esas noches de invierno, llenos de sabañones y bolsas de agua hirviendo.

Crías de conejo congeladas que, milagrosamente, devolvíamos a la vida calentándolos en trapos sobre esas mismas bolsas de agua caliente que usábamos para la cama.

El mundo que compartimos, también eran esas noches de prácticas de conducción de mi padre, con el R-8, envueltos en mantas, y autopista hasta Molins de Rei, donde se acababa en una curva de scalextric, y nos enviaba de vuelta a casa. “Si me pasa algo, tu tira del freno de mano hacia arriba” le decía él a la acompañante, y en el salpicadero un pequeño portafotos de cuero marrón, con las fotos de los tres, y un mensaje, “no corras papá”.

El mundo que compartimos eran las ollas de cabello de ángel de las cidras de “el terrao”. También eran los cacitos de café con migas de pan y azúcar revueltos al fuego, y eran las láminas de cristal del azúcar fundido y extendido en el mármol de la cocina. Chucherías de gente humilde.

 

El mundo que compartimos también eran sonidos.

Era el sonido del viento golpeando los ventanales de la casa, los objetos rodando por el “terrao”, y el ulular cuando se colaba entre las rendijas de las ventanas.

Ese mundo compartido, también tenía su banda sonora, en el sonido de la radio:

“El gran Show de las dos”

“De España para los españoles”, inmigrantes que piden sin cesar la “España cañí”, “el Emigrante”, “Madrecita del alma querida” … padres que desde Alemania, Francia o Suiza lloran a sus esposas e hijos, hijas que van a hacer la primera comunión sin ellos…

Esposas que deben ser comprensivas con sus maridos que les pegan, beben más de la cuenta o tienen amantes, es lo que le aconseja todas las tardes-noches Elena Francis, a las oyentes que le escriben esperando sus recomendaciones: “Mi querida amiga flor desesperada, tienes que ser comprensiva, darle mucho amor y verás como poco a poco irá olvidando sus devaneos y valorará lo que tiene en casa…”

Los domingos por la mañana, en un barreño y en la radio a coro “…Málaga Virgen en su copa, Málaga Virgen el sabor de la amistad…”, era “El Gran Musical”.

“Ustedes son formidables”

“Matilde, Perico y Periquín”

“Lo toma o lo deja”

“Pepe Iglesias, el zorro” … yo soy el zorro, zorrito, para grandes y pequeñitos…

“el Ángelus”

“Tambor” y “Cucarachín Multa Gorda” … multa gorda, multa gorda, multa gordísima…

 

El mundo que compartimos también eran esas noches de tormenta en que nuestro padre nos metía a todos en su habitación. Destellos de luz que se colaban entre las rendijas de la persiana de la ventana, preludio del retumbar de las paredes, a veces interminable, mientras temíamos que la casa se desplomase sobre nuestras cabezas en cualquier momento.

Buscar cerraja para los conejos, saco al hombro y escardillo en la mano.

Culebras en el camino al colegio del barrio de La Merced.

Las hermanas “Esteve Reeves” de Finestrellas, en tiempos en los que las relaciones entre los niños y niñas solían ser bastante tormentosas,

Las interminables peleas a pedrada limpia, con sus correspondientes descalabrados, entre los niños del barrio de La Merced y los de Finestrelles, cuando cada tarde, al salir de la escuela de su barrio, trataban de impedirnos que llegásemos al nuestro...

 

Eugenia y Rafael formaron una familia y no quiero ni voy a enjuiciar como fue su vida ni su relación, supongo que tuvieron de todo un poco, penas y alegrías, sonrisas y lagrimas. Si algo me ha enseñado la vida, es que la felicidad como nos la venden no existe, la felicidad, como la salud, es algo que solo reconocemos cuando no la tenemos o perdemos. Es decir, cuando estamos enfermos es cuando sabemos lo que es no estarlo, y cuando somos desgraciados, podemos apreciar que hubo unos momentos en que podríamos decir que fuimos felices, porque no nos sentíamos desgraciados. Cuando pasa el tiempo solemos valorar en positivo épocas concretas de nuestra vida, porque el ser humano, afortunadamente, suele apartar los momentos tristes en un rincón de la memoria, y solo los recuperamos cuando abrimos la puerta de esa habitación para rememorarlos expresamente.

Es más, mucha gente dice “yo tuve una infancia feliz” ¿seguro que siempre fuiste feliz en tu infancia? “bueno, hubo momentos de todo, pero en general…”  Pues eso, es que la felicidad son simplemente momentos, quien espere algo más, está condenado a sufrir que, como escribió en sus poemas Tagore, “las lagrimas por el sol perdido no te permitirán ver la luz de las estrellas”, y lo transcribo así, tal y como alguien que me precedió, escribió en el interior de la puerta de la taquilla que me asignaron cuando, en abril de 1.977, entré en el campamento de Vitoria a cumplir el servicio militar.

Nuestra familia, nosotros, quedamos marcados por el fallecimiento de nuestra madre muy pronto, sicológicamente y en la vida de cada uno. Lo que cada una cambió en su vida, excepto yo.

El mundo que compartimos, siendo el mismo, pero viviéndolo cada uno de forma particular, no es diferente al de los demás, pero es nuestro mundo. El mundo físico es muy grande, pero el nuestro, el de cada uno, es muy pequeño, y en él cabemos solo quienes tenemos que estar. 

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