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sábado, 9 de febrero de 2008

El pueblo de Dios: Éxodo


Los dioses tenemos tantas cosas que hacer, que a veces no nos damos cuenta del periodo medido en tiempo humano y cuando nos percatamos han pasado décadas o eras en un aparente abandono. Afortunadamente no ha sido este el caso ya que tan solo han pasado unas cuantas semanas, ¿Qué habría pasado con mi pueblo elegido?
Volví a la rambla Badal y desde las alturas las vi allí abajo, moviéndose nerviosamente como casi siempre, entregadas a sus tareas de exploración y recolección de alimento para llenar los almacenes con vistas al ya no muy lejano invierno. Aparentemente no había pasado nada y sin embargo algo llamó mi atención, me senté en el banco para poder verlo de más cerca (aunque sea dios también tenemos problemas visuales e incluso un alarmante incremento de vista cansada).
Fuera del informe grupo que parecía responder a consignas pre programadas, me fije en una hilera que circulaba lentamente junto a una hendidura de la calzada. Algo más llamó mi atención, casi imperceptible, pero aquellas hormigas tenían algo diferente a las demás, por fin me di cuenta, sobre sus cabezas se distinguía algo que era como una minúscula mancha blanca, como si llevasen un casquete puesto. Me acerqué más, excitado por la curiosidad y entonces casi se me escapa un grito ahogado de la garganta. La hormiga cabecilla llevaba entre sus patas delanteras una minúscula partícula gris, parecía increíble pero no había duda, se trataba de ceniza de cigarrillo, Winston, pensé sin la menor duda, ¡esas eran mi pueblo elegido!, ya casi no podía enfocarlas debido a la humedad de mis ojos por la emoción. En alguna parte de mi corazón casi me fastidiaba que no me reconociesen como su dios, yo que les había dado su fe, pero claro me había presentado ante ellas en forma de ceniza de cigarrillo y tampoco era cuestión ahora de que les lanzase una foto de carné, porque igual producía el efecto contrario al deseado y me consideraban el demonio. Bueno, otros dioses también se ven representados en piedras negras, becerros dorados, crucifijos o bandera de barras y estrellas, y en todo caso quizás eso era ahora lo menos importante, ya pensaría más adelante en ello. Lo importante es que tenía un pueblo elegido, un pueblo que tenía la misión de expandir el culto a la colilla Winston allende los confines de la tierra, un pueblo que a lo largo de los siglos fuese reconocido como el impulsor de la primacía de su especie. Obviamente era una dura tarea y como su dios tendría que echarles una mano. Las otras hormigas parecían ignorar a mi pueblo y eso no lo podía consentir, quizás debiera empezar a lanzarles algunas plagas para que viesen que vivían en el lado oscuro.
La casualidad (o no) hizo que muy cerca de donde se encontraba ensimismado en sus tareas el pueblo ateo, corriese rambla abajo un hilillo de apenas dos centímetros de ancho, de agua proveniente de no sabía dónde. Con unas briznas de broza que había sobre el asfalto construí un pequeño dique con el que desviar el para mí (dios) minúsculo caudal, pero para aquellos desgraciados seres un torrente desbocado.
Con satisfacción veía las pequeñas criaturas intentando aferrarse al asfalto desesperadas, inútilmente, pues sus cuerpecillos eran arrastrados calle abajo. Mis ojos brillaban de felicidad.
Cuando lo consideró mi divina voluntad, decidí que ya era hora de hacerles ver la luz y aprovechando que el hilillo de agua se había expandido y aproximado a mis fieles que, quizás asustados, habían detenido su procesión, tomé un palito de las cercanías y a modo de dique detuve el caudal, ya de por si exiguo pues tampoco era alimentado por nada, haciendo que quedase un pasillo abierto entre dos aguas que, sin la menor duda empezó a cruzar la procesión de la ceniza del Winston.
Allí, entre dos aguas, caminaba orgullosa la comitiva en mi honor y entonces, sin poder ocultar que para mí era un “orgullo y satisfacción”, parte de aquel pueblo ateo se unió a la procesión ¡mis feligreses crecían y eso me significaba un ascenso en la escala de los dioses! Ahora tenía que hacer como ellos y lanzar mi castigo vengativo contra los impíos, sin clemencia. Aprovechando que se había acumulado lo que para mí era un poco de agua en el primer dique, abrí las compuertas dirigiendo el caudal hacía aquellas que habían osado despreciarme, y sobre las que lograban salvarse de ser arrastradas, lancé sobre ellas briznas de la cabeza de mi cigarrillo, que caían sobre sus cuerpos como el fuego celestial. Tenía que dar ejemplo para que mis biógrafos, que seguro tendría en el futuro, contasen a las generaciones venideras que había un dios bondadoso que protegía a su pueblo elegido, a quien debían servir y adorar para conseguir su protección.

Ejercer de dios era duro, en el segundo día había bendecido a mis fieles, inundado el mundo laico, abierto las aguas para el EXODO de mi pueblo y lanzado el castigo divino en forma de bolas de fuego contra los infieles.

Al tercer día descansé.

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