Los dioses tenemos tantas cosas que hacer, que a veces no nos
damos cuenta del periodo medido en tiempo humano y cuando nos percatamos han
pasado décadas o eras en un aparente abandono. Afortunadamente no ha sido este
el caso ya que tan solo han pasado unas cuantas semanas, ¿Qué habría pasado con
mi pueblo elegido?
Volví a la rambla Badal y desde las alturas las vi allí
abajo, moviéndose nerviosamente como casi siempre, entregadas a sus tareas de
exploración y recolección de alimento para llenar los almacenes con vistas al
ya no muy lejano invierno. Aparentemente no había pasado nada y sin embargo
algo llamó mi atención, me senté en el banco para poder verlo de más cerca
(aunque sea dios también tenemos problemas visuales e incluso un alarmante
incremento de vista cansada).
Fuera del informe grupo que parecía responder a consignas pre
programadas, me fije en una hilera que circulaba lentamente junto a una
hendidura de la calzada. Algo más llamó mi atención, casi imperceptible, pero
aquellas hormigas tenían algo diferente a las demás, por fin me di cuenta,
sobre sus cabezas se distinguía algo que era como una minúscula mancha blanca,
como si llevasen un casquete puesto. Me acerqué más, excitado por la curiosidad
y entonces casi se me escapa un grito ahogado de la garganta. La hormiga
cabecilla llevaba entre sus patas delanteras una minúscula partícula gris,
parecía increíble pero no había duda, se trataba de ceniza de cigarrillo,
Winston, pensé sin la menor duda, ¡esas eran mi pueblo elegido!, ya casi no
podía enfocarlas debido a la humedad de mis ojos por la emoción. En alguna
parte de mi corazón casi me fastidiaba que no me reconociesen como su dios, yo
que les había dado su fe, pero claro me había presentado ante ellas en forma de
ceniza de cigarrillo y tampoco era cuestión ahora de que les lanzase una foto
de carné, porque igual producía el efecto contrario al deseado y me
consideraban el demonio. Bueno, otros dioses también se ven representados en
piedras negras, becerros dorados, crucifijos o bandera de barras y estrellas, y
en todo caso quizás eso era ahora lo menos importante, ya pensaría más adelante
en ello. Lo importante es que tenía un pueblo elegido, un pueblo que tenía la
misión de expandir el culto a la colilla Winston allende los confines de la
tierra, un pueblo que a lo largo de los siglos fuese reconocido como el
impulsor de la primacía de su especie. Obviamente era una dura tarea y como su
dios tendría que echarles una mano. Las otras hormigas parecían ignorar a mi
pueblo y eso no lo podía consentir, quizás debiera empezar a lanzarles algunas
plagas para que viesen que vivían en el lado oscuro.
La casualidad (o no) hizo que muy cerca de donde se
encontraba ensimismado en sus tareas el pueblo ateo, corriese rambla abajo un hilillo
de apenas dos centímetros de ancho, de agua proveniente de no sabía dónde. Con
unas briznas de broza que había sobre el asfalto construí un pequeño dique con
el que desviar el para mí (dios) minúsculo caudal, pero para aquellos
desgraciados seres un torrente desbocado.
Con satisfacción veía las pequeñas criaturas intentando
aferrarse al asfalto desesperadas, inútilmente, pues sus cuerpecillos eran
arrastrados calle abajo. Mis ojos brillaban de felicidad.
Cuando lo consideró mi divina voluntad, decidí que ya era
hora de hacerles ver la luz y aprovechando que el hilillo de agua se había
expandido y aproximado a mis fieles que, quizás asustados, habían detenido su
procesión, tomé un palito de las cercanías y a modo de dique detuve el caudal,
ya de por si exiguo pues tampoco era alimentado por nada, haciendo que quedase
un pasillo abierto entre dos aguas que, sin la menor duda empezó a cruzar la
procesión de la ceniza del Winston.
Allí, entre dos aguas, caminaba orgullosa la comitiva en mi
honor y entonces, sin poder ocultar que para mí era un “orgullo y
satisfacción”, parte de aquel pueblo ateo se unió a la procesión ¡mis
feligreses crecían y eso me significaba un ascenso en la escala de los dioses!
Ahora tenía que hacer como ellos y lanzar mi castigo vengativo contra los
impíos, sin clemencia. Aprovechando que se había acumulado lo que para mí era
un poco de agua en el primer dique, abrí las compuertas dirigiendo el caudal
hacía aquellas que habían osado despreciarme, y sobre las que lograban salvarse
de ser arrastradas, lancé sobre ellas briznas de la cabeza de mi cigarrillo,
que caían sobre sus cuerpos como el fuego celestial. Tenía que dar ejemplo para
que mis biógrafos, que seguro tendría en el futuro, contasen a las generaciones
venideras que había un dios bondadoso que protegía a su pueblo elegido, a quien
debían servir y adorar para conseguir su protección.
Ejercer de dios era duro, en el segundo día había bendecido a
mis fieles, inundado el mundo laico, abierto las aguas para el EXODO de mi
pueblo y lanzado el castigo divino en forma de bolas de fuego contra los
infieles.
Al tercer día descansé.
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