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lunes, 17 de agosto de 2020

Historias de la Nueva Era: Colliure

De siempre he calificado a los turistas en dos tipos:

-los nacionalistas: ¿Esto? No está mal, pero nosotros tenemos en mi pueblo… ¿Esto? Esto no vale nada, para pueblo el mío ¿y árboles…? para árboles los que tenemos allí, eso si son arboles…

 -los acomplejados: joder tío, esto sí que es bonito… y que limpio lo tienen todo, hasta papeleras tienen en las calles. Que orden… ¿Y los uniformes de los policías? Tan azules y con esa gorra… y encima se llaman gendarmes ¡que glamur! Más quisiéramos nosotros, es que tenemos que aprender mucho de esta gente.

Como no quiero situarme ni en uno ni en otro, me identificaré con los dos en mi batidora mental.


Colliure fue toda una sorpresa, porque tuvimos a bien no mirar nada antes de ir. Esto tiene la pega de que te pierdes muchas cosas que no sabías que estaban ahí, pero dejas abierta la puerta de la sorpresa y las emociones (como lo de saber el sexo del feto en la ecografía, o no).

No solo a mí, Colliure nos encantó con sus casas de colores contorneando calles estrechas que suben y bajan (sube y baja la misma calle según el sentido en que vayas, claro, que tontería). Muchas tiendas de souvenirs a precio francés, y también muchas llamadas “galerías de arte”, que en realidad no dejan de ser lo mismo, pero adornadas con obras de artistas totalmente desconocidos.

El puerto es espectacular, al pie del Castillo Real, símbolo de una historia convulsa, similar a una partida de Monopoly. Desde el siglo VII pasó a formar parte del reino de Aragón, del de Mallorca, de España, y finalmente de Francia, tras el Tratado de los Pirineos; con el primer Borbón que, tuvo a bien echar abajo una gran parte de la población para ampliar el Castillo (lo que vendría a ser algo así como poner un hotel en el Monopoly). Por lo demás ninguna sorpresa borbónica. De casta le viene al galgo.

También lo es el litoral, que contornea la población, calas y playas con más o menos piedras, bañadas por un mar que quiere lucir sus profundidades. Tan trasparente como toda la Costa Brava catalana.

Y claro, luego viene lo otro. El pueblo se llenó de turistas franceses una vez finalizado “le repas de midi”. Supongo que, con la recomendación de su gobierno de no viajar a Catalunya, que es su destino habitual, se han quedado en su lado de los Pirineos a hacer país. Porque allí también existe la campaña para consumir productos de proximidad.

Esta suposición me recuerda otro defecto del que yo suelo abusar. Hacer del instante o la anécdota una generalidad: Hace muchas décadas, en un viaje a Italia con el instituto, coincidimos varios días con las chicas de un colegio de Santander, que hacían ese mismo viaje. Algunos colegas trabamos amistad con algunas de ellas, y en cierta ocasión nos dijeron que habían ido en autocar desde su ciudad hasta Barcelona, donde comieron y cogieron un barco que las llevó a Roma. Nos contaron que Barcelona les había parecido una porquería, sucia, de calles estrechas y malolientes. A ver, a primeros de los setenta faltaban casi veinte años para convertirla en lo que se llamó “capital del diseño” pero, ¿una porquería? Entonces nos enteramos que el autocar las dejó en la Barceloneta, comieron por la zona, y dieron una vuelta por el puerto y los alrededores. Para ellas eso era Barcelona.

Quiero decir, que igual resulta que siempre está lleno de turistas franceses y no tiene nada que ver con mis suposiciones, basadas en una visita de pocas horas.

Y esto también me recuerda que, mientras estábamos en el cementerio, paró un coche delante de la puerta, sin importarle cortar la circulación de la estrecha calle, se bajó un personaje, se hizo un selfi delante de la tumba, subió de nuevo al coche, y se largó ¿qué contará a sus amistades? ¿qué estuvo en el cementerio? ¿será un influencer, y ahora empezará a copia/pega de internet para su viaje, y recomendaciones sobre la tumba? Como solo estábamos nosotros ¿contará que no tiene interés y no la visita casi nadie?

Bueno, siguiendo con esa otra parte, me pareció sorprendente que, siendo un pueblo de la Catalunya Nord, del Languedoc, con vínculos catalanes tan fuertes como que, creo no me equivocaría si dijese que el setenta por ciento de las tumbas del viejo cementerio rotulan nombre y apellidos catalanes, no encontramos a nadie en ningún comercio que hablase catalán “¿catalá?””no” “¿español? “no”, tan solo uno de los camareros (este sí, bastante agradable), y el dueño de una cuchillería cuya mujer nos contestó con un seco “no”, sin mirarnos apenas ni esperar a que terminásemos de hablar, y le dijo al marido “españoles”. ¿Será porque son franceses?

He leído por ahí, que en el Tratado de los Pirineos se acordó que Francia respetaría las instituciones catalanas que tenían su sede en Perpiñán, y el Derecho Catalán, pero lo primero que hizo el rey Luis XIV fue cargarse las instituciones, el Derecho y prohibir absolutamente el catalán.

Siguiendo la costa norte de Colliure, a menos de una decena de kilómetros, está la playa de Argelès-sur-Mer, donde los franceses tuvieron a bien confinar, en lo que en realidad era un campo de concentración, a los refugiados españoles que cruzaban los Pirineos huyendo de las huestes del genocida Franco.

Hace unos años, leí las memorias de una de aquellas refugiadas, donde contaba el maltrato al que fueron sometidos. Custodiados por soldados senegaleses, estos les saquearon los objetos de valor que llevaban. Confinados en la arena de la playa, con bajísimas temperaturas, y obligados a hacer sus necesidades en la propia playa, y lavarse en el agua del mar. Algunos, además, fueron usados como esclavos trabajando para los campesinos de la zona.

¿Parece inhumano? Pues ahora que les pregunten a quienes vienen huyendo de las guerras y genocidios, dejándose la vida en esas mismas aguas mediterráneas, mientras este mundo del siglo XXI mira para otro lado, o les dispara bolas de goma en el agua, observando cómo se ahogan.

En fin, que Colliure es un pueblo precioso, que merece mucho la pena conocer y al que, sin duda, hay que volver.


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