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martes, 16 de mayo de 2006

Crónicas desde el exilio: La calle


La calle en término literal es Alegría, aunque nadie lo diría viendo la cara de la vendedora de pipas caducadas del portal contiguo.
La calle en general, tal y como la he entendido toda la vida, es algo más complicada, tiene una gran plaza de cemento, dos pistas polideportivas, un pipi-can y una especie de torrente artificial al que se accede por varias rampas de cemento, aunque esta contorneado a lo largo por césped, grama, y matorrales en la otra orilla; todo ello dominado por las tres torres gemelas, que son como tres “gegants” amenazantes, pues no sé por qué razón me recuerdan a los policías (municipales y de los otros), que de pequeño tenía la sensación me vigilaban todo el tiempo con aire severo, y que, incluso eran capaces de castigar hasta mi pensamiento.
Todas estas cosas las disfruta la gente cada uno según sus actividades favoritas u obligadas. Los perros para hacer sus necesidades en el pipi-can. Hasta la Nesi no ha tenido más remedio que acostumbrarse, pues al principio no sé lo que se le “antojaba” que se negaba a entrar, imagino que para un animal que vive prácticamente de su olfato (pues aquí parece que se haya quedado hasta sorda), debe ser horroroso entrar en un recinto tan perfumado.
Las pistas durante la semana las disfrutan los más pequeños, es habitual ver tres o cuatro partidos, con sus lógicos tres o cuatro balones y su montoncito de niños, jugando al fútbol a la vez. Esto también ocurre en la de baloncesto.
Los fines de semana son propiedad casi exclusiva de los peruanos y otros “anos” (no peyorativo) sin identificar, familias enteras jugando como si se tratase de profesionales (de la construcción y eso, claro). Tienen la ventaja de que como suelen ser más bajitos que la media, caben más en la misma pista. También es habitual verlos jugar a balón-volea, en equipos mixtos de varias generaciones.
Dicen los entendidos de que a esta gente les gusta el contacto con la naturaleza y todas esas chorradas, yo creo que es simplemente un problema económico, porque si no estarían en el McDonald de cualquier centro comercial, que es como acostumbramos a celebrar los de “aquí” los días festivos.
En el barranco están las ruinas de la fábrica de cerámica y poco más allá, la casa que inspiró a Kafka en “el proceso”. Es fácil imaginarse al procesado recorriendo sus tétricos pasillos contornados por las viviendas de los funcionarios, de atmósfera lúgubre y con trapos puestos a secar en el comedor, hasta llegar a las buhardillas donde otros viejos funcionarios mueven los mismos papeles continuamente, aterrorizados tan solo con la idea de salir a la calle algún día.
El parquecito del torrente lo disfrutan las viejecillas que sacan a sus “niños” a pasear y los dejan correr hasta que el frío los hace volver a casa. Solo entonces los vuelven a atar a la correa.
Los fines de semana la esquina de ese parque la aprovechan los “pelaos” para fumarse unos porros y tirar unos escupitajos. Luego, cuando vuelven de no hacer nada y van a no hacer nada, pasan por las pistas donde los “anos” siguen jugando a voley, mirando a las muchachas con cara de desprecio, como la zorra a las inalcanzables uvas, mientras se tiran otros escupitajos.

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