La Sierra de la Solana hace honor a su nombre.
Pistas terrizas y en mal estado enlazan pueblos unos con
otros, salpicados en el término de Fiscal.
Cuando uno camina entre las callejuelas de piedra, tomadas
por los matorrales y se acerca a los muros de las casas, casi le parece oír el
rumor de la gente que lo habitó y una extraña sensación nos hace sentirnos como
intrusos.
Te asomas al interior de lo que fue una escuela y ves
aquellas paredes, casi todas de color azul, con la pizarra pintada en la pared
y, enseguida, un ambiente lúgubre, escasamente iluminado por el único ventanuco
de la estancia; niños escuálidos, rapados casi al cero y con profundas ojeras
bajo unos ojos temerosos, dan chupadas a la punta del lápiz a la vez que
aprovechan para echarse el aliento sobre unos dedos casi insensibles por el
frio.
El cura, que a la vez ejerce de maestro y casi tan seco como
sus alumnos, da un golpe con la regla sobre uno de los pupitres, que suena como
un disparo.
-¿Dónde está Manolico...?
-Hoy no puede venir... Su padre se lo ha llevado a bajar las
vacas...
Era la historia de cada día, nunca estaban todos...
Algunos incluso tenían que venir desde otros pueblos más
pequeños o casas desperdigadas por la sierra, trochando entre la maleza.
Cuando el "último habitante del último pueblo
habitado", se hubo marchado; las brigadas de hombres a pico y pala y
ayudados por incipientes excavadoras, y camiones trituradores de piedras, movidos por motores "perkins" y
calzados por "Española de Neumáticos", construyeron las pistas por
las que tanto habían suspirado los expulsados "solaneros", y es que
Solana, para mí, más que por su situación geográfica, se me antoja que viene de
soledad.
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